Es muy fácil asombrar al lector de novelas por la vía de
lo extravagante. Lo verdaderamente difícil es emocionarlo.
También resulta sencillo mantener su atención gracias a
la división del libro en actos. Pero ojo. No olvidemos que se trata de hacer
literatura, no de realizar una escaleta.
Hay novelas que parecen escritas con tiralíneas. De
estructura perfecta. En ellas no faltan los enfrentamientos de emociones, los
secretos, las revelaciones inesperadas, las intrigas o las amenazas. En la
trastienda vemos pasajes de películas que han podido influir (guiones, sí, en
lugar de otros libros). Obras en que la información se dosifica con ingenio.
Provistas de diálogos hábiles (aunque llenos de tópicos). Pero que resultan
demasiado esquemáticas. Hablo de novelas de poca narración, menos descripción y
mucha dialéctica. En las que se echa en falta la ambientación, la plasticidad y
la construcción interna de los personajes. Obras que piden mucho más
desarrollo. Es verdad que su ritmo trepidante –ya sea por la colisión de
caracteres o por la sucesión de aventuras– constituye un buen motivo para
leerlas. Sin embargo, carecen de alma y de color. Libros escritos deprisa. Que
pretenden que el lector tampoco respire. Páginas informativas que no implican
al lector en la historia. Porque nadie se ha preocupado por meterlo dentro de
ella, por pintarle ese mundo con palabras. Novelas de estilo directo, que pasan
por alto la capacidad sugestiva de las imágenes, la magia de la evocación.
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