Es un
domingo dublinés sombrío, y todo está muerto a la hora del té.
Mi buena
mujer y yo nos sentamos en el silencioso Royal Hibernian.
¿Teatro
y películas? ¡Dios! Hace semanas que se vendieron las
[entradas.
¿El
Buttery Pub? ¡Cerrado! ¡Sus brillantes grifos secos!
Mientras,
alrededor del hotel, lo que era neblina se espesa hasta la
[niebla.
En la
chimenea, una diminuta chispa en un tronco apagado.
Mientras,
el té mengua en las tazas de blanco ártico y se desliza
por
nuestras entrañas de domingo con sonido de ola congelada.
Y la
neblina y la niebla arden en confusión de lluvia
que
arrastra el oscuro hollín por los helados y fúnebres cristales.
Y la
última de las tartaletas descansa moribunda en su bandeja,
y el
último de los troncos se extingue y se hunde en el fuego,
y lo que
queda del té lava los dientes de porcelana
mientras
la lluvia cae furiosa mientras el hielo
susurra
sermones sobre palidez y blancura durante todo el día,
y a la
vez, la niebla, la neblina y la lluvia envejecen y se emploman
[en gris.
Y las
estatuas se llenan de polvo imbuidas en sus oscuras ropas
[invernales
mientras
la lluvia, la niebla y la neblina amenazan las nieves
[vespertinas.
En mitad
de este silencio, la puerta chirría un lamento,
y un
viejo señor entra con una sonrisa de invierno desolado.
Mientras
suspira profundamente, nos mira a todos con fijación,
[y habla. Bueno,
–sonríe– ¿Cómo lleváis el domingo?
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