La buena novela, Laurence Cossé (Impedimenta, 2012). Trad. Isabel González-Gallarza
Desde que existe la literatura, el sufrimiento, la alegría,
el horror, la gracia, todo lo grande que hay en el hombre, ha generado grandes
novelas. Con frecuencia, esos libros excepcionales no se conocen. Corren el
riesgo permanente de caer en el olvido y, hoy en día, cuando la cantidad de títulos
publicados resulta inabarcable por su número, el poder del marketing y el
cinismo del comercio se afanan por que no se los pueda distinguir de los
millones de libros anodinos del mercado, por no calificarlos de vanos.
Pero esas novelas magistrales hacen mucho bien.
Embelesan. Ayudan a vivir. Instruyen.
No necesitamos libros
insignificantes, libros huecos, libros confeccionados para gustar.
No queremos libros escritos sin mimo, deprisa y corriendo
“Vamos, termíname esto para julio, en septiembre se lo lanzo como es debido y
vendemos cien mil ejemplares”, “Trato hecho”.
Queremos libros escritos para nosotros que dudamos de
todo, que lloramos por nada, que nos sobresaltamos ante al más mínimo ruido.
Queremos libros que hayan costado mucho a su autor;
libros en los que se hayan depositado sus años de trabajo, su dolor de espalda,
sus crisis, su temor a veces a la idea de perderse, su desánimo, su valentía,
su angustia, su cabezonería y el riesgo que ha asumido de fracasar.
Queremos libros espléndidos que nos sumerjan en el
esplendor de la realidad y que nos mantengan ahí; libros que nos demuestren que
el amor obra en el mundo al lado del mal, muy cerca, a veces de forma
indistinta. Y así continuará, igual que siempre. El dolor desgarrará los
corazones.
Queremos buenas novelas.
Queremos libros que no eludan nada de lo trágico de la
condición humana ni de las maravillas cotidianas; libros que nos devuelvan el
aire a los pulmones.
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