martes, 13 de diciembre de 2022

Siete casas vacías


Siete casas vacías, Samanta Schweblin. “Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero”. Páginas de espuma. 2015. 8ª ed. 2022. 123 pp.

 

 

Nos recuerda Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos que la “casa” y el “jardín cerrado” representan el lado femenino del universo. Recordemos los versos del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, donde la amada duerme tras el “muro” que protege su sueño. No es casualidad, pues, que las estancias y jardines del libro de relatos Siete casas vacías pertenezcan a otras tantas mujeres. Por otra parte, Ismael M. Biurrun y Carlos Pitillas establecen en su ensayo sobre la narrativa de terror Soy lo que me persigue la equivalencia entre la casa y el cuerpo/mente de los personajes que se mueven por ellas. Es decir, que Samanta Schweblin nos habla, a través de los espacios, de la psicología de varias mujeres de distintas edades (ancianas, maduras, jóvenes y niñas). Siguiendo con este hilo argumental, podemos deducir que las fachadas de los “caserones” simbolizan la apariencia externa, la máscara. Así comienza el relato “Nada de todo esto” (el mejor del conjunto), con la sucinta descripción de un barrio residencial lleno de casas hermosas, amplias y brillantes. Se presupone que la vida en su interior debe corresponderse con esa perfección externa. ¿Verdad? Pero puede haber algo que perturbe ese orden. De la misma manera, la planta superior de un caserón simboliza la cabeza, el cerebro. De ahí que la protagonista de “La respiración cavernaria” contemple el mundo desde la ventana de su cocina; esto es, desde cierta altura. Y es que el texto gira en torno a la percepción subjetiva de la realidad de Lola, una problemática anciana. Por su parte, el garaje y el jardín son el inconsciente. Representan los traumas, los sueños frustrados. Es por eso que Lola, en un principio, no se atreve a entrar en el garaje; es por eso que la madre de “Nada de todo esto” entierra en su patio trasero el azucarero hurtado de un imponente caserón. Y por último, a falta de escalera, el ascensor deviene en medio de unión entre niveles de consciencia. Es el caso de “Salir”. En este relato final la protagonista se queda sin palabras para nombrar un trauma. Evita enfrentarse a una embarazosa situación. Hasta que desciende a la noche y regresa a su piso.

 

Samanta Schweblin nos retrata mujeres enajenadas, peculiares, prejuiciosas y desorientadas. A veces conocemos las causas: la pérdida, la muerte, la falta de atención, el desarraigo, la falta de voluntad, la envidia:

 

“¿De dónde saca la gente todas estas cosas? [...] Me pone tan triste que me quiero morir” (p. 22. "Nada de todo esto")

 

En otras ocasiones, las imaginamos (¿la culpa? ¿la decepción conyugal? ¿la falta de sintonía?).

 

El libro rezuma un alto nivel de desengaño existencial. Así y todo, vemos cómo los hijos que sobreviven a sus madres son condescendientes con ellas. Empatizan con sus emociones. Por eso se convierten en cómplices de sus pequeños actos delictivos (hurtos, en el caso de “Nada de todo esto”; y escándalo en la vía pública –por ir desnudos-, en el caso de “Mis padres y mis hijos”). Entienden que no es justa ni la distribución de la riqueza ni la represión de la libertad (asociada a la felicidad que otorga la desnudez).

 

Siete casas vacías acaba de recibir el National Book Award for Translated Literature. Mandamos desde aquí nuestras felicitaciones a la autora y a Páginas de Espuma. 

 

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