El libro que nos ocupa hoy, Javier Lostalé en su hondo resplandor, reune a noventa y dos escritores, noventa y dos voces diferentes expresando un mensaje común: el cariñoso agradecimiento que sentimos todos hacia un periodista generoso y un amigo leal, autor de una de las obras líricas más intensas de nuestra poesía contemporánea. Viendo la nómina de poetas y narradores que firmamos los textos del volumen, podemos decir -sin riesgo a equivocarnos- que Javier es el mar que convoca a los “ríos grandes, medianos y a los chicos”. No en vano, encontramos homejanes escritos por miembros de su generación (Jesús Munárriz, Luis Alberto de Cuenca, Clara Janés…), de la de los años 80-90 (Juan Antonio González Iglesias, Jordi Doce…) y de la quinta que nos dimos a conocer con el cambio de milenio (Verónica Aranda, Francisco José Martínez Morán, Mario Obrero…).
Por seguir con el ideario manriqueño, diré que Javier es un hombre que exprime con pasión su vida terrenal. Pocas personas poseen su capacidad de amar, es decir: de entrega, sin esperar nada a cambio. Y es por ello que en las últimas décadas se ha granjeado la amistad de todos nosotros, porque como decía Diego de Estella en 1578: “Ninguna cosa mueve más al amor que ser amado”. “El amor es vida” sostiene el fraile franciscano en sus Meditaciones, y no me cabe duda de que esa es la razón por la que Javier goza de unos esplendorosos ochenta abriles.
Ese amor sin fisuras hacia su profesión, hacia la poesía y hacia los poetas es el responsable de esta magnífica recopilación de homenajes que presentamos hoy. Y es aquí, al calor de nuestra compañía, donde comienza a materializarse una vida “muy mejor” que la primera: la vida de la fama. Estoy convencida de que Javier Lostalé pervivirá en el recuerdo de cuantos le queremos, de cuantos le escuchamos en Radio Nacional de España y de cuantos leemos su libros de poemas.
Su obra literaria está traspasada por el amor. No puede ser de otra manera en un hombre que hace suyas las palabras de San Agustín: “El amor es mi peso”. Para demostrarlo, hagamos un breve recorrido por sus últimas obras.
Tormenta transparente (Calambur) es un libro sombrío. La voz que enuncia nos confiesa un crimen: alguien, por debilidad, por falta de energía para amar en contra de las expectativas ajenas, ahoga la esperanza de un mundo compartido con su amante. Muerta la esperanza, el espacio-tiempo carece de significado, se vuelve monótono y vacío, hasta el punto de que los sentidos de narrador dejan de percibir la realidad, aislándolo. Quien nos habla y se habla vive encerrado en sí, alejado de todo, menos de la resignación y de la pérdida. No existe el tú ni el yo. La pareja no tiene biografía, carece de historia y de perspectiva de futuro. Por esta razón, no vemos a las personas que habitan estas páginas, aunque sí tenemos una idea de lo que simbolizan. Javier no colorea a sus personajes, tampoco los dibuja; se limita a nombrar el rol que representan. Esta desmaterialización de las figuras viene reforzada por el uso de sustantivos abstractos. La irrealidad de la existencia de ambos llena el libro de alusiones a imágenes, fantasmas y sueños cuya piel se ha podido acariciar, pero no retener, porque no es perdurable.
El pulso de las nubes (Pre-Textos) respira un aire diferente. Suena a balance, a ajuste de cuentas con las decisiones tomadas en la vida, a cierto arrepentimiento, a repaso de lo que se perdió o se malogró, a recuento de instantes en que se rechazaron otros caminos, a lamento por la soledad elegida. Así, el sujeto lírico que habla acumula metáforas que lo describen como “un hondo ser sin nadie”, un “corazón enterrado/ en su propio fervor”, o un hombre “sin orillas” y “sin firmamento”. Como un Leriano del siglo XXI, ese sujeto habita una “cárcel de luz”, condenado al exilio de la persona amada, pese a que sueña aún con ese “reino que ya no existe”. Libro emocionante, El pulso de las nubes combina la melancolía que produce la ausencia con la pesadumbre que dejan en el pecho las equivocaciones cometidas. Y no obstante, en la vejez sigue habiendo esperanza (“alguien aún avanza/ y conquista nuestra vida”).
Cielo (Vandalia) supone un paso más en el abismarse de la voz. Con su estilo habitual, sugiere la presencia de la persona amada en el pecho del amante. Dicho amor, pese al paso del tiempo, respira dentro de él; llama que no se extingue. Conmueve que la voz lírica de los textos anuncie que es la hora de atardecerse, de oscurecerse, de apagarse, y que, sin embargo, dicha presencia habite la memoria, negándose a dejarla.
En Ascensión, su último trabajo (Pre-Textos), Javier retoma motivos recurrentes en su obra. No obstante, pese a la soledad del príncipe que “arde sin nadie” alejado del reino, afirma: “siempre habrá alguien en tu vida/ que no te deje anochecer”. Hay en este libro una serenidad inédita. El sujeto que enuncia se congracia consigo y con el sentimiento amoroso que lo habita por dentro: “En lo más oscuro/ late el tacto de una luz/ que en deslumbre te sostiene”. Su afectividad se hermana en una coreografía con la de Louis Glück, cuando la célebre poeta escribe: “¿Por qué amar lo que vas a perder?/ No hay nada más que amar” (El triunfo de Aquiles, Visor. 1985).
En conclusión, el sentimiento amoroso representa la piedra angular de la poesía de Javier, que a buen seguro suscribe estas palabras que Diego Estella dejó escritas en sus Meditaciones, a propósito del amor: “Con tu dulce memoria se sustenta mi vida”.
Bien. Sigamos.
Hemos hablado de la Vida terrenal, de la vida de la fama… Jorge Manrique hablaba en sus célebres Coplas a la muerte de su padre de una definitiva forma de trascendencia, la vida espiritual; y teniendo en cuenta que Javier ha bautizado Ascensión a su libro más reciente, y que el inmediatamente anterior se titula Cielo… Pues yo creo que Javier ya mora entre los ángeles…
Bromas aparte, diré que la mirada de Javier no sólo es bondadosa, sino pura. Mirar sus pupilas es adentrarse en un mar transparante que revela las formas más altas de la ternura, las claridades más hondas de la inocencia.
En estos veintinco años que llevo de carrera literaria la poesía me ha otorgado muchos dones: viajes, experiencias, amigos…; y uno de los grandes regalos que atesoro es la amistad de Javier Lostalé. Llevamos acompañándonos veintiún años. Lo conocí en la pecera de La estación azul en junio de 2001 y desde entonces hemos compartido proyectos y complicidades. Siempre que acabo un libro es su primer lector. En estos dos últimos me ha presentado Sublevación en la Residencia de Estudiantes y Cornucopia (que, por cierto, prologa él) en el Café Comercial, juntos hablamos el año pasado en el Ojo crítico sobre Francisco Brines, juntos cenamos en el homenaje en su honor y ahora tengo la gozosa oportunidad de presentar este maravilloso volumen que entre todos hemos creado convocados por el cariño que le tenemos.
¿Y cómo podría ser de otra manera si Javier lleva el destino de nuestro afecto en su propio nombre? Javier, Javi, guarda una relación de paranomasia con habib, que en árabe (como muy bien sabemos) significa “amado”. Añadamos a esto que Xavier, en vasco, significa casa nueva. Y es ahora la etimología de su nombre la que nos imanta a él. ¿Cómo no quererlo cuando nos protege, cuando su calidez nos reconforta como un hogar, cuando constituye una casa que nos cojiba a todos?
Muchas gracias.
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