El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, Tatiana Tibuleac. Traducción de Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta. 2019. 10ª ed. 2021. 247 págs.
Escribe Luis García Montero en su hermoso y último poemario (dedicado a su mujer, Almudena Grandes –fallecida a los 63 años–, a consecuencia de un cáncer):
Comprendí el argumento de esta historia
en la noche estrellada,
una historia de amor,
este año y tres meses,
estos días finales que ya son,
ahora, recordados,
los días más felices de mi vida.
Esta cita resume a la perfección la experiencia por la que pasa el joven protagonista de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, primera novela de la escritora rumana Tatiana Tibuleac.
La historia está narrada en primera persona por Aleksy, un célebre pintor lisiado tras un accidente de carretera. Los acontecimientos de los que habla tuvieron lugar doce años antes, cuando era apenas un adolescente. Su texto (corrosivo, desgarrador y lleno de ternura) le sirve de terapia, le ayuda a explicarse, le aferra a una vida que se está despeñando sin remedio. Sólo allí, en la memoria, encuentra la felicidad que en la vida le falta.
No es la suya una existencia fácil. El libro empieza in medias res y aunque sigue un orden cronológico, se enreda en continuas analepsis y prolepsis. Viajamos por la mente de un hombre torturado. De un artista. De un genio. Asistimos al caos de sus recuerdos con la misma fuerza con que él los vivió.
Y es que el libro aborda muchos temas, entre ellos, qué motiva a un muchacho a darse a los pinceles, a volcar lo que siente sobre un lienzo.
El otro gran asunto que trata es el de las complejas relaciones familiares.
Una familia debe constituir un entorno seguro para sus integrantes. Debe prodigar protección y cariño a cada miembro. Pero lo cierto es que a veces la práctica desmiente la teoría. Aleksy, al contarnos retazos de su vida anteriores al último verano que pasó con su madre, muestra una familia rota por la pérdida de una hija, por las desavenencias matrimoniales, por el sentimiento de culpa, por el rencor e incluso por la rabia. Él es un muchacho indómito, crecido a la sombra de Mika, su hermana muerta. Ella es una madre desgarrada por el dolor, incapaz de asumir el trauma y de amar a su hijo. Un viaje a Francia les dará la oportunidad de convivir un tiempo en otra parte, alejados de sus roles, de sus recuerdos y del espacio que marcaba las fronteras que separaba a ambos.
¿Por qué Aleksy se convirtió en pintor?
“A veces, cuando pienso en la muerte y me pregunto qué pasa con las personas después, a continuación, al final… Los recuerdos son mi respuesta. El paraíso –al menos para mí–, significaría vivir una y otra vez aquellos pocos días como si fuera la primera vez.”
No deja de ser paradógico que la presencia de la muerte nos impulse a la vida. Y ese afán por anclarse a ella, ese enamoramiento del vivir que experimenta la madre de Aleksy, es el que desarma al joven y lo libera de su odio. Decía el emperador Marco Aurelio que hay que realizar cada acción como si fuese la última, y pasar cada día como si ya no hubiese alguno más. A ese empeño se dedicará la mujer, enferma de cáncer; contagiando a su hijo su gozo y su vitalidad. Toda una elección, aunque la aprende tarde. Cualquier instante debe ser vivido intensamente, no vaya a ser interrumpido por el desenlace fatal. Cada minuto cuenta. Cada segundo tiene el valor de lo irrecuperable. Un valor infinito.
Detrás de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes late el pensamiento estoico y el epicúreo. Ambas filosofías utilizan el memento mori para tomar conciencia de la importancia del momento presente. Esta maravillosa novela representa un alegato a favor del carpe diem (Horacio): toma el hoy, sin pensar en el día de mañana (porque igual no llegas).
Un libro para tener en casa y para regalarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario