Me muero, Isabel Bono. Madrid, Bartleby, 2012. 122 páginas.
Dos son los grandes temas que aborda Isabel Bono en Me muero (Bartleby, 2021): la muerte y el desamor (otra forma de muerte, según los místicos, de defunción del alma). Ambos asuntos evocan otras dos poderosas emociones que atraviesan el poemario de principio a fin: el miedo y el dolor. Hasta en veinticinco páginas del libro gotean esas lágrimas, a propósito de Eros y de Thánatos. De la pérdida amorosa dan cuentan aquellos versos que rememoran “los días rotos del pasado”, así como los que contrastan la plenitud que ofrece el amor con el vacío que deja tras su paso (“yo, que tenía superpoderes/ que era inmortal y lo sabía/ ahora no sé nada” p. 51). No obstante, es más hondo aún el desasosiego que produce nuestra contingencia. Tanto, que, como una mancha sobre la superficie de una lente, se superpone a lo contemplado, y empaña la visión del mundo. Bono lo deja claro al mencionar “el óxido de mi mirada sobre las cosas” (p.49). De ahí la abundancia de potentes imágenes destructoras a lo largo de la obra: huesos rotos, esqueletos de pájaros, troncos huecos, insectos que crujen, extremidades podadas, vértebras vencidas, lenguas calcinadas, vestidos desgastados… El tiempo todo lo corrompe. El miedo mata la mente (como se dice en Dune). Y es que el miedo limita. Muestra de ello son los aforismos y sentencias que Bono esparce aquí y allá en el poemario: “no hacer nada, solo rendirse” (p.19), “todo se pierde/ todo se desgasta” (p.27), “yo soy miedo” (p. 31), “no podemos escapar de lo que somos” (p.67), “desear otra vida no es suficiente” (p.89), “yo no quiero ser nada” (p. 69). Mucho hay detrás, en la tramoya del libro, de Schopenhauer (“todo existe sin nosotros/ a pesar de nosotros/ al margen de nosotros” p.71), e incluso de Unamuno, pues la angustia que produce el tempus fugit (“me aterra/ el pasar de los días” p. 98) no deja de ser una constatación de la existencia (“hay días/ en los que estamos tan solos/ que hasta el dolor acompaña/ días en los que tenemos tanto frío/ que hasta el dolor abriga” p. 83). Quizás por eso, porque la vida se corrompe (“y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no sea recuerdo de la muerte”, confesaba Quevedo), la voz que enuncia desea una compensación. De ahí las pinceladas de realismo mágico: “deseas que las cosas quietas cobren vida,/ que de las patas de la mesa nazcan flores y frutos/ … / deseas que las cosas te tiendan sus brazos” (p.25), “decir árbol y esperar, con fe/ a que la habitación se llene de árboles” (p.113).
Me muero es, bajo mi modesto punto de vista, el mejor libro de su autora. El de más vuelo lírico, el más irracional y misterioso. Ingredientes, apunta Domingo Ynduráin, de los buenos poemarios. He aquí un botón de muestra:
los pájaros huidos de pollock
llegó junio y sus vencejos,
látigos negros tiznando el amanecer
y las persianas
cuerpos huecos a la velocidad de esta luz
una vez arrebatado el sueño, el mío
se irán con las alas doloridas
goteando su sombra sobre las aceras
Por otra parte, la autora entabla un intenso diálogo con la tradición. La perfecta simetría estructural del texto citado, la oscuridad de las aves, ¿no recuerdan acaso al Polifemo?
Por no hablar de la desmitificación del amor que encontramos en la parodia que Bono realiza de las golondrinas de Bécquer:
no se detienen los murciélagos
para tomar impulso
no han aprendido a volar en formación
después de tantos siglos…
no han aprendido los nombres de las calles
ni tu nombre por más que yo lo grite
(de memoria de un desalojo futuro)
No se puede vivir como una romántica del siglo XIX. Ese anhelo del Todo cifrado en un solo individuo ya no existe en un mundo cegado por la prisa, por la vorágine de la sustitución inmediata y de la novedad en continuo reemplazo. “Cruzamos la vida entera sin detenernos”, se lamenta Bono. Ni para la familia hay ya un momento. Les escamoteamos horas como si los hombres grises nos azuzaran para depositar esos minutos en su banco del tiempo (guiño a Momo):
Araño los segundos y me despido con urgencia
de la casa de mis padres como de un incendio…
lo peor, lo miserable que me siento
al robarles esos segundos
que ni siquiera sirven para alargar mi vida
(p. 63)
Pero, por suerte, no todo el poemario sabe a óxido. Quiero acabar la reseña de este libro con una canto a la luz, que equilibre la noche:
hay días
en los que la luz nos toca, nos empapa
de algo muy parecido a la felicidad
solo porque al abrir la ventana
del cuarto de baño
el sol, atravesando el vapor
se posó sobre los azulejos húmedos
y nuestra mano se fue ahí
a esos azulejos
y los acarició…
(fragmento de todo está bien)
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