martes, 4 de febrero de 2020

Nadie vendrá

Nadie vendrá, Tomás Hernández Molina. XXII Premio de Poesía Ciudad de Salamanca. Madrid, Reino de Cordelia. 107 páginas.


Criticaba Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray que los poetas pretendieran el éxito de ventas poniendo demasiado de sí mismos en sus composiciones, exponiendo sus pasiones al microscopio de la mirada ajena. Estamos hablando del año 1890. Pero sus afirmaciones sirven para entender el mercado lírico español que padecemos en la actualidad. Pueden comprobarlo ustedes mismos: “Hoy día de un corazón desgarrado se tiran muchas ediciones”. Y tanto, ¿verdad? Vean las fajas de algunos libros. No obstante, en opinión de Wilde: “un artista debe crear cosas bellas”. Por desgracia, no es así en muchos casos. Tenemos grandes consumidores de productos poéticos, y sin embargo, paradógicamente, se está perdiendo el sentido de la belleza. En este retroceso cultural juegan un papel determinante las últimas leyes educativas, que han reducido las horas de literatura en los institutos y que han relegado los estudios de Humanidades; pero también contribuye la propia sociedad que entre todos hemos creado: veloz, ruidosa, irreflexiva, siempre al borde del ataque de nervios y poco esmerada en el afán por perfeccionarse. Pues si así somos –generalizo, claro–, qué esperamos que hagan (algunos de) los poetas. Escribía Antonio Machado: “El arte no cambia siempre por superación de formas anteriores, sino, muchas veces, por disminución de nuestra capacidad receptiva, y por debilitación y cansancio del esfuerzo creador”. ¿Hablará de nosotros el vate sevillano?
      Por fortuna, sí hay autores que piensan que su espíritu “es fuente que mana” (Machado). Autores cultivados que cincelan sus versos en el mármol. Autores que piensan que en Literatura no importa sólo el qué, también el cómo. Uno de ellos es el veterano Tomás Hernández Molina (Alcalá la Real, Jaén, 1946), recientemente galardonado con el premio “Ciudad de Salamanca” por su poemario Nadie vendrá.
        El poeta parece que porte una balanza mental. De un lado, sus versos dialogan con la tradición grecolatina; del otro, con la peninsular (áurea y contemporánea). Apuntemos ahora que Tomás Hernández fue profesor de secundaria y docente universitario. No es baladí. Su sólida formación filológica se destila en sus versos, que además suenan frescos y verdaderos por el contacto directo del autor con la naturaleza. Ya lo aconsejaba Machado: “¡Abejas, cantores,/no a la miel, sino a las flores!”. Y no obstante, reconocemos en sus breves poemas ecos de Virgilio, Hesíodo y Cicerón, junto a los de fray Luis de León, Francisco de Aldana, Góngora, Antonio Machado, César Simón o Spriu.
       Son sus poemas sobrios, descriptivos y poderosamente evocadores. De tono grave, abordan tópicos como el tempus fugit, el amor o la muerte; y asuntos mucho más inmediatos como la pobreza o la migración.
       Nadie vendrá entronca con una poesía reivindicativa de la contención, de la humildad y del amor hacia la naturaleza que también encontramos en: Sin ir más lejos, de Fermín Herrero (“Premio Jaén”, 2016); Mineral y luz, de José Antonio Fernández Sánchez (“Premio Alegría”, 2017); Ars Nesciendi, de Jorge Riechmann (Amargord, 2018) o El jardín de Gulbenkian, de Juan Antonio González Iglesias (“Premio Gil de Biedma”, 2019).

         La edición de Reino de Cordelia es una maravilla. Para tenerla en casa.



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