La ciudad, Laura Villar. Liliputienses, Cáceres. 2019. 36 páginas.
En la última década, con la crisis de fondo, son muchas
las obras que han dedicado sus páginas a la ciudad, especialmente novelas. En
ocasiones, los autores barruntan un futuro de urbes abandonadas tras un éxodo
masivo, debido al colapso de nuestro modelo económico (Cenital, de Emilio Bueso, 2011). Otras
veces, las ciudades padecen recortes en sus servicios básicos, como la
seguridad, empujando a la ciudadanía a una evacuación forzada ante el
surgimiento de ordas vecinales embrutecidas por el desasosiego reinante; esa
amenaza invisible, agazapada pero latente, que sólo se manifiesta de noche, la
encontramos en Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun
(2014). También se da el caso de villas renacentistas que, de manera insólita,
se han quedado sin sol, por lo que la existencia de la gente transcurre entre
sombras, iluminada por las hogueras o la luz artificial (Donde siempre es
mdianoche, de
Luis Artigue, 2018). Con estas tres novelas entabla un diálogo –casual, o no–
el primer poemario de la joven Laura Villar (1992, Santiago de Compostela),
titulado, precisamente: La ciudad (Liliputienses, 2019).
Si repasamos el historial de enfermedades y de síntomas
del deterioro de las ciudades modernas, comprobamos que los versos de Villar
presentan el mismo cuadro clínico. Veamos: Peligrosidad nocturna, Distopía
apocalíptica
Los tiempos en que la ciudad aún respira
están a punto de agotarse.
Me pregunto si quedarán entonces los semáforos
como recuerdo entre los escombros […]
reflejo infiel
de los que un día cruzaban las calles. (Pág. 9)
Noche perpetua
Los únicos dispensadores de luz son de fabricación
humana: farolas, focos, semáforos, pantallas de plasma, bombillas, mecheros,
cerillas… Los poemas transcurren en la madrugada.
Tecno-capitalismo
“Las pantallas nos habían encerrado”. Villar no
desaprovecha la ocasión de criticar en su libro los efectos nocivos de la
realidad 2.0, la falta de empatía, de interacción, o el síndrome de ansiedad de
conexión, que ha convertido a los humanos en una especie insomne.
Añadamos –con trazo grueso– una nueva patología, cuyos orígenes
se remontan a comienzos del siglo pasado: la alienación de las mujeres y hombres que
viven en las grandes metrópolis. ¿Recuerdan la fotografía de Ramón Gómez de la
Serna posando con su mejor amiga, un maniquí? ¿Y su novela Cinelandia? El célebre vate del Grupo del
14 denunciaba con ellas el artificio, la superficialidad que imponía el ritmo
frenético de las nuevas tecnologías e ingenios mecánicos. Villar hace suya esta
denuncia en los siguientes versos: “A veces me pregunto/si no seré acaso/ yo el
maniquí dentro/del escaparate” (p. 22). De igual modo, los vecinos que salen en
sus textos no ya sólo carecen de un nombre, es que ni siquiera representan un
rol, carecen de un papel en el drama del resto, habitantes de un mundo de cartón-piedra
donde, además, se ha destruido el tejido social por el uso de esas orejeras (móviles,
tabletas…) que nos impiden mirar hacia los lados y ser conscientes de nuestra
realidad física. Como resultado, las personas del entorno se reducen a ser “los
figurantes de mi vida,/meros extras” (p. 16). Ligado a estos asuntos, Villar
recupera otro motivo pretérito, en esta ocasión, del 98: el nihilismo. Los poetas de la última generación,
nacidos en los 90 de este siglo en que estamos, no cantan con entusiasmo las
bondades de los municipios. El mito de la urbe como espacio de enriquecimiento
personal se ha devaluado. Así lo constatan obras como Liberalismo político, de Francisco José Chamorro, o Los
días hábiles, de
Carlos Catena (ambos en Hiperión, del 2018 y 2019, respectivamente). El descrédito
de un espacio explotador consigue que la propia concepción del mundo entre en
crisis: “tal vez a mis espaldas/la ciudad ya no lo sea,/o que las cosas solo
existen/a través del que las mira” (p. 16). Volvemos a Shopenhauer, Baroja y
Unamuno. Símbolos de la tiranía que ejerce el sistema sobre la ciudadanía, los
semáforos y pasos de cebra obligan a los peatones a dirigirse en un sentido, a
moverse en una dirección. Las señales de tráfico no dejan de ser un manojo de
convenciones que coartan la libertad de movimiento de los transeúntes. Las
farolas –por su parte– colocadas en las aceras por el gobierno local, son una
modo de represión mucho más sutil, pues sugieren la presencia de amenazas en el
terreno en sombra, en lo que no se ve; y con ello, activan nuestro cerebro reptiliano, que
prefiere la seguridad del camino marcado.
Cerramos el capítulo médico con un motivo relacionado con
los anteriores. En la ciudad deshumanizada –desnaturalizada, por tanto–, abundan el cemento,
el hormigón, el cristal, el acero y el hierro; pero apenas queda sitio para
unos cuantos árboles. Y aquí tenemos otra de las claves para comprender la poesía
que se viene publicando ahora, cuyos autores buscan un sentido a sus vidas y un
arraigo en la naturaleza (Ars Desciendi, de Jorge Riechmann –Amargord, 2018–; Autobús de
Fermoselle, de
Maribel Andrés Llamero –Hiperión, 2019); Barbarie, de Andrés García Cerdán –Rialp,
2015–; Dibujar una isla, de Verónica Aranda –Reino de Cordelia, 2017–; Las
ramas del azar, de
Constantino Molina –Rialp, 2015–; Ciudad sumergida, de Ariadna G. García –Hiperión,
2018–; El mirador de piedra, de Rubén Matín Díaz –Visor, 2012–; Árbol, de Esther Muntañola –Tigres de
papel, 2018–; …).
La ciudad es un libro interesante por sus temas no menos que por su
estilo. Laura Villar nos describe su ciudad hipervoltaica, eternamente
sumergida en la noche, con imágenes de un moviliario urbano humanizado. No
faltan las metáforas ni las comparaciones. Tampoco los tímidos conatos de poesía
visual (como el hermosísimo poema de la página 28, dedicado a las farolas,
formado por versos tetrasílabos que evocan la esbeltez del alumbrado público).
Llama la atención la presencia en cada página de dos textos: en prosa y en
verso, complementarios desde un punto de vista semántico.
Poemario inquietante como el espacio que describe, el
unico reparo que se le puede poner es su brevedad. Tiene poco más de 400
versos. Y da la impresión de que no agota el tema que trata. Por ejemplo, se
confiere a la urbe un poder destructor (“…aprieta con sus brazos/de carretera
infinita,/aplasta a las masas/entre mares de cemento” p. 12). ¿No podía haber
desarrollado la autora otros temas colaterales como la ausencia de espacios
verdes, el recalentamiento global o la contaminación? Se me ocurren otros
motivos que podrían franquear la puerta de lo articulable. Esa humanidad “apagada”
que se nos nombra, ¿a qué debe su muerte en vida? ¿Acaso no trabaja hasta altas
horas de la noche en colosos de hierro? Una ocasión perdida para hablar de la
precarización laboral.
Así y todo, los fantasmas que transitan el libro (“figurantes”,
“masas”, “los que” se encuentran apagados) dan una buena idea del mensaje inicial de la autora:
las ciudades están amenazadas de derrumbe. No deja de ser sintomático que –a
excepción del sujeto que enuncia y su amante– sólo posee vida la ciudad, que se
la transfiere a sus órganos y miembros (farolas que sudan; semáforos con sangre,
cansados; luces
que se esconden…).
Preciosa la cubierta del libro, que invita a su lectura,
en especial en estas largas noches de verano y de insomnio.
Esta reseña fue publicada por la revista Turia en diciembre de 2019.
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