El cuento de la criada, Margaret Atwood. Ediciones Salamandra. 2017. 416 páginas. 20 euros.
Desde que estalló la crisis, hace una década, abundan las
publicaciones de novelas distópicas en nuestro país. Algunos escritores,
siguiendo los ejemplos de Bradbury, K. Dick y Orwells, hemos mirado a las
estrellas para orientarnos. Y las editoriales han sacado a la luz los mapas que
hemos ido trazando por intuición. La incertidumbre en la que vivimos, las
especulaciones sobre el futuro próximo, animaron a Salamandra a rescatar hace un par de años un título imprescindible en la narrativa de anticipación: El cuento de
la criada, de
Margaret Atwood (cuya primera edición se remonta a 1985). El empoderamiento
actual de la mujer y la reivindicación de sus –desconocidas– obras literarias,
unidas a ese juego de elucubraciones sobre las diferentes –y desasosegantes–
opciones de futuro que nos aguardan, han convertido el libro en un éxito de
ventas. La célebre serie de HBO también ha contribuido a que buena parte de la
ciudadanía conozca los entresijos de la República de Gilead, ese estado
totalitario y postapocalíptico en que se convertirán los EEUU de aquí a unos
pocos años.
El libro a mí me inquieta por dos razones. Por una parte:
por la inminencia de la –progresiva y plenamente aceptada– implantación de una
nueva-vieja sociedad nacida de un modelo agotado, garante de los derechos humanos y víctima
de sus propios excesos. Pero también por el brusco contraste entre las luchas
feministas de los años 60 (representada por la madre de Defred, la protagonista
del libro) y el régimen de esclavitud en que viven las mujeres avanzada esta
nueva centuria.
Margaret Atwood diseña un mundo que golpea a
las mujeres de la clase media, pero no a las privilegiadas, a las que forman
parte de la élite. La República de Gilead ha impuesto un miedo atávico, cerval,
a las jóvenes en edad fértil, que o malviven como esclavas del sexo en
ajardinadas mansiones -con el fin de engrendar herederos para sus respectivos
Comandantes (caso de Defred)- o malarrastran su existencia por colonias contaminadas,
donde la esperanza de vida no supera el lustro.
La historia está contada en primera persona por su
protagonista. Con una prosa maravillosa (detallista, pulcra, sensitiva y muy plástica),
la narradora va colocando a sus personajes sobre el tablero del relato a modo
de presentación. Dedica medio libro a describir las piezas de su ajedrez, mostrando
sus puntos fuertes y debilidades; y en el otro medio, las pone en acción. A
través de un paseo de 40 páginas Defred nos detalla su mundo y sus peligros. A
partir de aquí, son continuos los saltos en el tiempo para que conozcamos tanto
su pasado remoto (empleada, casada, madre de una niña e hija de una activista
civil), como el inmediatamente anterior (durante la instrucción a su nuevo
estatus: vasija de la descendencia de una pareja rica e infértil). En el
segundo tramo, decía, Margaret Atwood pone a sus personajes a transgredir cada
prohibición decretada, a recorrer cada espacio vedado. Nadie se salva: ni el
Comandante, ni su Esposa, ni el cochero Nick, ni la criada Eglen… Convirtiéndose
así la novela en un libro de intriga donde la esperanza convive con la
angustia.
El cuento de la criada me ha encantado. Y me ha revelado
la importancia de las flores.
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