jueves, 12 de septiembre de 2019

El cuento de la criada


El cuento de la criada, Margaret Atwood. Ediciones Salamandra. 2017. 416 páginas. 20 euros.


Desde que estalló la crisis, hace una década, abundan las publicaciones de novelas distópicas en nuestro país. Algunos escritores, siguiendo los ejemplos de Bradbury, K. Dick y Orwells, hemos mirado a las estrellas para orientarnos. Y las editoriales han sacado a la luz los mapas que hemos ido trazando por intuición. La incertidumbre en la que vivimos, las especulaciones sobre el futuro próximo, animaron a Salamandra a rescatar hace un par de años un título imprescindible en la narrativa de anticipación: El cuento de la criada, de Margaret Atwood (cuya primera edición se remonta a 1985). El empoderamiento actual de la mujer y la reivindicación de sus –desconocidas– obras literarias, unidas a ese juego de elucubraciones sobre las diferentes –y desasosegantes– opciones de futuro que nos aguardan, han convertido el libro en un éxito de ventas. La célebre serie de HBO también ha contribuido a que buena parte de la ciudadanía conozca los entresijos de la República de Gilead, ese estado totalitario y postapocalíptico en que se convertirán los EEUU de aquí a unos pocos años.
     El libro a mí me inquieta por dos razones. Por una parte: por la inminencia de la –progresiva y plenamente aceptada– implantación de una nueva-vieja sociedad nacida de un modelo agotado, garante de los derechos humanos y víctima de sus propios excesos. Pero también por el brusco contraste entre las luchas feministas de los años 60 (representada por la madre de Defred, la protagonista del libro) y el régimen de esclavitud en que viven las mujeres avanzada esta nueva centuria.
     Margaret Atwood diseña un mundo que golpea a las mujeres de la clase media, pero no a las privilegiadas, a las que forman parte de la élite. La República de Gilead ha impuesto un miedo atávico, cerval, a las jóvenes en edad fértil, que o malviven como esclavas del sexo en ajardinadas mansiones -con el fin de engrendar herederos para sus respectivos Comandantes (caso de Defred)- o malarrastran su existencia por colonias contaminadas, donde la esperanza de vida no supera el lustro.
     La historia está contada en primera persona por su protagonista. Con una prosa maravillosa (detallista, pulcra, sensitiva y muy plástica), la narradora va colocando a sus personajes sobre el tablero del relato a modo de presentación. Dedica medio libro a describir las piezas de su ajedrez, mostrando sus puntos fuertes y debilidades; y en el otro medio, las pone en acción. A través de un paseo de 40 páginas Defred nos detalla su mundo y sus peligros. A partir de aquí, son continuos los saltos en el tiempo para que conozcamos tanto su pasado remoto (empleada, casada, madre de una niña e hija de una activista civil), como el inmediatamente anterior (durante la instrucción a su nuevo estatus: vasija de la descendencia de una pareja rica e infértil). En el segundo tramo, decía, Margaret Atwood pone a sus personajes a transgredir cada prohibición decretada, a recorrer cada espacio vedado. Nadie se salva: ni el Comandante, ni su Esposa, ni el cochero Nick, ni la criada Eglen… Convirtiéndose así la novela en un libro de intriga donde la esperanza convive con la angustia.
     El cuento de la criada me ha encantado. Y me ha revelado la importancia de las flores. 
 

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