viernes, 26 de enero de 2018

El engaño de los días


El engaño de los días, Dionisia García. TusQuets, Barcelona, 2006. 166 páginas. 14 euros.


Una primera parte de la obra de Dionisia García (Fuenteálamo, 1929) la integran los poemarios El vaho en los espejos (1976), Antífonas (1978), Mnemosine (1981), Voz perpetua (1982), Interludio (1987), Diario abierto (1989) y Las palabras lo saben (1993), recogidos en el volumen Tiempos de cantar. Poesía 1976-1993 (1995). La segunda la constituyen los libros Lugares de paso (1999), Aun a oscuras (2001), El engaño de los días (2006), Señales (2012) y La apuesta (2016). Estos títulos, sin embargo, no han sido suficientes para que la crítica le haga un hueco en el canon. Tampoco su magisterio en poetas tan valiosos como Andrés García Cerdán (Premio “Alegría”) o Constantino Molina (Premio “Adonáis”). Y no obstante, bien merece la atención de los lectores, y sus mejores horas de la noche o del día. Ahora que cobra fuerza una literatura reivindicativa del regreso de la especie humana a la naturaleza, del desapego de los bienes mundanos, o de la búsqueda de la felicidad en las cosas simples, la obra de Dionisia late con pulso rítmico y sonoro en la carótida de Apolo. Buen ejemplo de la buena salud de que goza su obra es el poemario El engaño de los días. Libro elegiaco (“y descubro que soy de otro tiempo la sombra”), encontramos en él la conciencia del fin (“El día que supimos que era cierta la muerte/nuestros cándidos ojos cambiaron de mirada. Vivimos desde entonces con la verdad más triste”) y la aceptación serena de la caducidad (“El sol sale y se oculta entre los árboles./Vuelve el cuco y su eco persistente./Todo será lo mismo en otros años./Quien lo presencia ahora ya es olvido”). El telón que caerá, precisamente, es el detonante del canto jubiloso del sujeto que enuncia (“y celebro el aún”). Junto a la sombra crece la claridad. Así, quien habla se deleita en los placeres cotidianos (“y me llevo a la boca, con sosiego,/el crujiente espesor de una manzana”), en la climatología (“El agua sobre el rostro resbalaba/con disfrute de alivio y sensación primera”) o en el “amor pausado”. Si el tiempo se convierte en enemigo que acecha, hay que combatirlo disfrutanto el instante y amando la vida en derredor (“Me acerco más al árbol;/abrazada a su tronco/aproximo los labios/a la corteza húmeda./Con asombro percibo/que el pino se estremece”). Tal y como decía San Pablo en su Epístola a los corintios, Dionisia nos recuerda que estamos de paso y que cuanto tenemos no deja de ser un préstamo que habrá que devolver. 
El estoicismo de estas páginas resulta afín al ideario erasmista que se inyectó en la intelectualidad española del Renacimiento, en nuestros grandes autores místicos y ascetas (“No poseía nada, sólo un poco de tiempo/ni siquiera seguro”). El poemario se cierra con breves alusiones a los desaparecidos en la Guerra Civil, y con un poema dedicado a los niños que vuelan sus cometas en el Kabul sitiado. Elegiaca e hímnica, Dionisia García enfrenta a Tánatos y a Eros, evocando, tal vez, el equilibrio.





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