Los trescientos escalones, Francisca Aguirre. Bartleby Editores. Lectura de Marta Agudo. 2012. 117 páginas. 13 euros.
Luis García Jambrina rescató a los poetas que quedaron en
medio de la “promoción del 50” y de los “novísimos” agrupándolos en una nueva:
la de los sesenta. Es, por tanto, una promoción surgida con carácter
retroactivo y en oposición a las promociones ya consagradas. La nómina de
poetas que la integran es prolija, destacando los nombres de Antonio Gamoneda,
Francisca Aguirre, Féliz Grande, Julia Uceda, Rafael Guillén, María Victoria
Atencia, Jesús Hilario Tundidor, Joaquín Benito de Lucas, Joaquín Marco, Dionisia
García, Vicente Núñez o Diego Jesús Jiménez. Ya desde hace una década,
asistimos a un proceso de revalorización de estos autores, cuya obra supone un
avance en la línea abierta por los poetas del medio siglo y un punto de
referencia obligado en el camino hacia las nuevas formas de entender la poesía
que practicaron los autores venecianos. Esa puesta en valor no se entendería sin el
cuidadoso trabajo de editoriales como Cátedra, Bartleby, Calambur, Hiperión,
Salto de Página, Renacimiento, Pre-Textos, Visor o la Fundación José Manuel
Lara, que recientemente han difundido la obra de muchos de los autores citados.
Entre ellos destaca, por la frescura de su voz y por la vigencia de sus temas, Paca
Aguirre.
En el año
2012 Manuel Rico, en calidad de director de la colección de poesía, y Pepo Paz,
como director de la editorial, tuvieron a bien reeditar en Bartleby un libro de
poemas maravilloso, Los trescientos escalones, Premio Ciudad de Irún allá por
1976. Nadie diría, al leerlo, que la obra tiene 41 años. Por él no ha pasado el tiempo. “No
me digáis que no es posible/…/ No me digáis que no”. La “tozuda locura” de Paca
Aguirre parece
nacida tras el 15 M, con cuyo emblema casa: Sí se puede. En cierto sentido, las
circunstancias políticas de los años 70 y de los tiempos que corren son análogas:
asistimos a un cambio, vivimos en la incertidumbre de un tránsito. Entonces se
soñaba con la democracia, hoy luchamos por hacerla real, por perfeccionarla. En Los
trescientos escalones asistimos al encuentro de una lírica próxima a la tradicional
(estribillos, anáforas, paralelismos, correlaciones) con una lírica rica en
refencias culturales. Así, abundan los guiños a Antonio Machado, Pablo Neruda y
Gustavo Adolfo Bécquer, junto a las alusiones a Mozart, Beethoven, Olga Orozco,
El Quijote, El Astillero, la princesa Ariadna y una cuasi cita del Polifemo. El libro es la aleación
resultante de la mezcla de la honda reflexión existencial, con el compromiso ético
y la recuperación de la memoria. La poeta oscila entre el abatimiento y el
desafío. Si la vida, en ocasiones en una vía muerta donde no ocurre nada, otras
veces se convierte en un arma para transformar el mundo (“Ya nada podréis,/
porque la fuerza no estaba en vosotros,/ estaba en mi debilidad” de Ya nada
podréis; “qué osadía
tan irremediable, qué desatino necesario/ éste de trasmitir la vida boca a
boca,/ de defender al árbol como a un hombre/…/ y defenderlo…con sílabas,
palabras./ Palabras nada más, ayes, quejidos./ Qué oficio, hermanos míos, qué
tarea./ Qué oficio tan humilde y ambicioso,/ qué meta inalcanzable,/ qué
hermoso oficio/ para dejarse en él la vida entera” de Oficio de tinieblas). Los trescientos escalones suponen una encrucijada de
senderos, algunos conducen a la realidad exterior –dolorosamente actual–: “Señor,
qué vida la de algunos, tan escasa,/ tan reducida a una maceta/…/ y allá
afuera, el gran supermercado,/ la abundancia, el exceso”; otros, constituyen un
ejercicio de introspección, de mirada hacia adentro, para buscar asideros y
arraigo en el disfrute de una tarde, de la música, de la hija, de los amigos, y
en la memoria familiar (tremendo –y precioso, a la vez– el texto que dedica a
la madre, El último mohicano;
y enorme poema el que da título al libro, poema que
rememora el exilio de su familia al estallar la Guerra Civil, y donde rinde
tributo a la figura de su padre: Lorenzo Aguirre, pintor modernista y Jefe
Superior de la policía de Madrid durante la República; ejecutado por el
gobierno franquista en 1942). La lírica de este poemario es altamente eufónica,
abundan las aliteraciones de líquidas y sibilantes. Además, el libro está
salpicado de hallazgos sinestésicos (“Miré la música”, “córnea melodiosa”),
metafóricos (“El corazón –un gong de sangre–”), simbólicos (“Se eleva el día
como un mar apagado,/ una extensión de agua deprimida/ que roza las ventanas
con una pobre espuma./…/ Qué día submarino se avecina”) y paradógicos (“Son un
ejército de nunca apelmazada”). Paca Aguirre es uno de los poetas más importantes de su
generación, de lectura imprescindible. Sus versos tienen mucho que decirnos.
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