sábado, 9 de abril de 2016

Doppelgänger

 Según Demetrio Estébanez Calderón, el narrador es el elemento fundamental de la narración, el artífice de que la historia se convierta en relato. Se trata de la figura de papel sobre la que el autor empírico delega su responsabilidad enunciativa. A los modos de llevar a cabo su misión discursiva se le denomina punto de vista o focalización. Esta, según nomenclatura de Genette, puede ser interna. Con ella percibimos el mundo a través de la subjetividad de una voz, que se expresa por medio de un monólogo interior. El padre de esta técnica literaria, según Darío Villanueva, es el escritor francés Eduard Dujardin, que la define (1887) así: “discurso sin auditor y no pronunciado, por el que un personaje expresa sus pensamientos más íntimos, más cercanos al inconsciente, antes de cualquier organización lógica de los mismos –es decir, en el momento en que brotan por medio de frases directas reducidas a una sintaxis mínima, con el propósito de dar la más absoluta impresión de inmediatez”. Por medio del monólogo interior, y de la corriente de conciencia, los lectores-espeleólogos, descendemos al inconsciente del sujeto que habla y somos testigos de sus miedos y frustraciones. Estos no se explicitan, pues nos encontramos en un proceso psíquico pre-consciente (la influencia tanto del surrealismo literario como del psicolálisis son evidentes), pero pueden deducirse a través de los textos. Gracias al monólogo interior dicho sujeto se nos presenta como un antihéroe, como un hombre o una mujer modernos, perdidos, enfrentados a sus limitaciones. Esta técnica literaria tuvo tres grandes cultivadores en el siglo pasado: James Joyce (Ulises, 1922), Virginia Woolf (Las olas, 1931) y William Faulkner (El ruido y la furia, 1929). En España no tuvo demasiado predicamento hasta que lo incorporó a sus obras Elena Quiroga en los años cincuenta (La careta, La enferma, 1955), si bien su consagración llegó en la década siguiente de la mano de Luis Martín Santos (Tiempo de silencio, 1962; en donde Pedro, el protagonista de la obra, aconseja “Hay que leer el Ulises”), Juan Goytisolo (Señas de identidad, 1966) y Miguel Delibes (Cinco horas con Mario, 1966). ¿Por qué el triunfo ahora? En la narrativa española, a partir de la publicación en 1962 de Tiempo de silencio,  novela firmada por el escritor y psiquiatra Luis Martín Santos, se produce una enriquecedora renovación estética que pondrá fin al neorrealismo (objetivista o crítico) que triunfó en los años 50 con obras como El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio (1955). Frente a la novela social, que daba prioridad al contenido con respecto a la técnica, y que no buscaba la belleza en las obras, sino la eficacia; la novela experimental (años 62-75) va a defender los valores estéticos de las composiciones, y el carácter artístico de la actividad novelística. Esta inversión de postulados hay que relacionarla con el nuevo contexto socio-político de la España y de la Europa de entonces, puesto que no es privativa de la narrativa, sino que afecta por igual al género dramático (recordemos el teatro pánico de Fernando Arrabal, cuyos ecos llegan a Madrid desde Francia a través de la revista Índice, despertando la rebeldía de los universitarios) y al género lírico (en concreto, tanto al “grupo poético del 60” –nomenclatura de Jambrina como a los novísimos Castellet). Las movilizaciones estudiantiles y el deseo de libertad tienen su reflejo en una literatura que prescinde de corsés estéticos, de camisas de fuerza ideológicas y que ensayan nuevas propuestas para acercarse al lector, cansado de proclamas y de eslóganes. 
Así, encontramos en muchos poemarios de los años 62-75 tanto el uso de la corriente de conciencia (caso de Blanco spirituals, de Félix Grande 1967 y de El cuerpo fragmentario, de Jenaro Talens 1973) como la aparición del doppel, del yo escindido, del monólogo dramático de una voz que se desdobla, de un sujeto que se interpela a sí mismo (Poemas póstumos, de Jaime Gil de Biedma 1968) o se contempla desde fuera (Libro de las alucinaciones, de José Hierro 1964). En mi segundo libro de poemas, Napalm (Premio Hiperión, 2001) retomo el motivo del doble en su versión romántica: el doppelgänger. Jung lo denomina “sombra”. Mario Praz lo relaciona con cuentos populares como el del hombre lobo. En tres de los poemas de mi libro (“Cíber-crimen”, “Napalm” y “Hácker”) no sólo se escinde la psique de la voz que enuncia, sino que emerge una segunda personalidad sociópata y violenta que había permanecido oculta, maniatada. El antecedente es claro: El Dr. Jekill y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson. 
Allá por 1999-00, cuando escribía aquellos textos, no sólo estaba estudiando literatura romántica alemana en la facultad, sino que también asistí al estreno de El club de la lucha (dirigida por David Fincher), devoré la novela en que se inspiraba (de Chuck Palahniuk), así como leí con entusiasmo La muerte de Artemio Cruz (Carlos Fuentes), Rayuela y Las armas secretas (Julio Cortázar). De aquella convergencia de influencias (cine, novela, ensayo y cuento), unida a la coincidencia de mi último año de carrera con el fin del siglo y la enésima crisis económica del modelo capitalista, nacieron tres poemas existenciales, irónicos y oscuros. 
No sé si algún otro poeta español ha adaptado el doppelgänger a nuestra lírica (Unamuno lo aborda en su novela Abel Sánchez). Pero lo cierto es que dicho diálogo con la tradición romántica (Hoffman, Los elixires del diablo 1815), mezclada con la narrativa americana, no fue arbitrario. En literatura nada lo es. Aquellos tres poemas –y en realidad, el libro en su conjunto– fueron un síntoma de un cambio biográfico y de un cambio de época.    


                  

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