Distancia de rescate, Samanta Schweblin. Random
House. 2015. 124 páginas. 13,90 euros.
Nuestra civilización industrial se consume, y pretende
arrastarnos al abismo con ella. De mil modos. Uno consiste en mermar nuestra
capacidad reproductora. La contaminación, los transgénicos, los pesticidas tóxicos
o el ritmo acelerado de nuestras existencias están infertilizando a la
humanidad, al menos en los países más desarrollados. No hay más que ver y oír
la cantidad de anuncios de clínicas de reproducción asistida para constatarlo,
no hay más que hablar con familiares y amigos para ver el alcance del drama.
Pese a todo, con dinero y ánimo, salimos adelante. La mayoría. Pero ahí no
acaban los problemas, sino que empieza una nueva ronda de incertidumbres y de
inseguridades. Las madres y padres del siglo XXI han de enfrentarse a enemigos
invisibles que acechan a sus vástagos. De poco importa que unas y otros
calculen la distancia de rescate necesaria para socorrer a sus hijos en caso de
emergencia. Porque hay amenazas que no se pueden ver. Muchísimas. Desde la vida
virtual on line y las redes sociales, al aire que respiramos, o al mercurio
espolvoreado en los peces que nos comemos. Así, la maternidad y la paternidad
convierten a las mujeres y a los hombres en seres vulnerables. Más que nunca
hasta ahora. Se vive con el miedo. Miedo a la malformación del feto, al cambio
brusco y repentino del carácter de nuestro descendiente, a la destrucción del vínculo
sentimental, y a la pérdida física. Pues de esa gradación del pánico,
precisamente, nos habla Samanta Schweblin en su primer relato extenso, que sin ser una obra
de terror, flirtea con el género.
La obra se sostiene por medio del diálogo entre dos
personajes: David (un niño de 9 años) y Amanda (madre de Nina -una niña de 3- y
amiga de Clara -la madre del primero-). Ambos interlocutores invierten sus
roles sociales, siendo el niño quien guía la conversación, plantea las
preguntas, y elige y descarta los temas a tratar. La función de David, por
tanto, es metadiscursiva, pero sobre todo, es el encargado de imprimir ritmo a
la historia, de dotarla de un carácter de urgencia, de generar tensión en los
lectores. Amanda, a su vez, será la responsable de la narración de los hechos
que la tienen postrada en una cama, convaleciente. Este diálogo-marco, por otra
parte, activará una segunda intriga, donde Clara –la madre del niño– asumirá el
rango de para-narradora de un accidente previo al que nos ocupa.
Poco más se puede decir de una obra tan breve (124 páginas,
la letra generosa) sin delatarla. Sólo añadiré que su autora –argentina de
nacimiento– conoce sobradamente los cuentos de Horacio Quiroga y Julio Cortázar, es decir: sabe cómo introducir
ya no la fantasía –que también–, sino el horror en nuestro mundo cotidiano. La
huella de Carlos Fuentes y Juan Rulfo también marcan la páginas del libro, de lectura inquietante y
perturbadora.
Reseña publicada en La Tormenta en un Vaso, aquí.
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