viernes, 6 de febrero de 2015

Reseña de mi novela, Inercia, en Estado Crítico




Luis Manuel Ruiz:

De un tiempo a esta parte, se ha generalizado el uso del término “distopía” para referirse a un subgénero de la ciencia ficción caracterizado por la profecía y el pesimismo. La palabra es una distorsión de otro neologismo venerable que acuñó Thomas More en el siglo XVI, y en el que quiso encerrar la nobleza de aspiraciones de quienes desean vivir en un mundo más cómodo y solidario: “utopía”. La utopía clásica, encarnada en el texto de More (o Moro), y luego en los de Campanella, Bacon, Butler, Proudhon, es una obra de esperanza: nuestro mundo es malo, la situación que padecemos resulta difícil de soportar, pero mañana, cuando otros hombres más 
cabales tomen el control de nuestros asuntos, todo se volverá distinto. Contrariamente, la distopía apuesta por la derrota. El futuro que pintan los referentes fundacionales (Huxley, Orwell, Bradbury) consiste en un infierno retorcido donde se ahondan y amplifican los males del ahora: hay menos lugar en sus páginas para la confianza que para el aviso. Las recientes conmociones económicas y sociales que ha sufrido el capitalismo explican el éxito que favorece en nuestros días a esta forma de la literatura fantástica; baste reseñar que una antología de textos catastrofistas, Mañana todavía (Fantascy) ha sido uno de los libros más vendidos el año pasado en el ámbito de la ciencia ficción española. Con matices, puede considerarse que Inercia, la novela que reseño hoy, es también una distopía.

Ariadna G. García ha escogido el aeropuerto como metáfora del mundo que quiere denunciar. Una elección de curioso acierto: porque el aeropuerto, ese no-lugar, ese enclave situado en el centro de ninguna parte, donde la gente ya no está, sino que siempre se dirige mucho más lejos, constituye un perfecto reflejo de nuestra posmodernidad líquida. El aeropuerto es la patria del aire, donde, lentamente, se forman las nubes; el portal del espacio aéreo internacional, la tierra de nadie, en que todos podemos ser otra cosa, hacernos a nosotros mismos, sin las rémoras que nos imponen el nombre, la genealogía, el código civil; el aeropuerto es el pasaporte a la libertad, al comienzo de una nueva vida, tal vez plena, que nos depure de los sinsabores y la ceniza de la que llevamos arrastrada hasta este punto. 
Y sobre pasaportes, precisamente, versa también la parábola de la autora: aeropuerto y pasaportes, la pista de despegue hacia el otro mundo y lo que la bloquea. En un futuro indeterminado pero próximo, que se reconoce sin dificultad, un grupo de personajes intercambiables coinciden en la terminal internacional de Barajas. La España y el planeta Tierra que estos seres habitan son los nuestros pero no son los nuestros: son estos de aquí y ahora deformados por los malos hábitos y el lento declive de la corrupción moral. La ley de inmigración se ha endurecido hasta puntos insoportables, convirtiendo los viajes en un calvario de visados, registros, hologramas; el mercado laboral es una jungla sangrienta, donde pocos pueden conservar intacta la salud de su contrato; la vida en las ciudades, de las que muchos huyen espantados, se ve estrangulada por las tenazas opuestas del vandalismo y el control policial del Estado. Un mundo crepuscular, angosto, que ofrece pocas esperanzas y pocas posibilidades de respirar a gusto: y que motiva que haya tantas personas que busquen las alturas, donde es más abundante el oxígeno.

Inercia es una novela coral, de múltiples personajes. Sobre el escenario de apocalipsis social y político, en el contexto hermético del aeropuerto, las vidas sin cuajar de varios personajes tratan de encontrar definición, de ser del todo, deslizándose bajo la gran máquina del presente que trata de aplastarlos. Un agente de seguridad que se enamora de una compañera de trabajo; un inmigrante ilegal que espera reunirse algún día con su familia; un controlador abrumado por su paso por diversos ETT que estudia para convertirse en funcionario; unas terroristas alumbradas por un oscuro horizonte; mafiosos, azafatas, camareros. Pequeñas teselas de un mosaico mayor y más rotundo, que se revela a través de los detalles y las esquinas, eludiendo siempre, eso sí, el aleccionamiento directo al lector. La estructura, forzosamente, es quebrada: para seguir la estela de su muchedumbre de criaturas, la autora ha de variar repetidamente el foco de atención y alterar su perspectiva, ofreciéndonos tomas simultáneas, yuxtapuestas, de la sala de almacenes y la cantina, del amor y la indiferencia, la miseria y el heroísmo, el presente negro y el futuro peor.

Ariadna G. García es mayormente poeta, y esto se muestra a las claras en su primera novela. El cuidado en el idioma, en la elección de adjetivos y la búsqueda de la metáfora apropiada (siempre visual y de una rara contundencia) aportan valor al relato, que no por fantástico o distópico ha de plegarse (ay) a los peores hábitos estilísticos de los subgéneros. Muy al contrario: salpicando sus episodios de ocasionales tonos líricos, García ha conseguido una novela extrañamente emotiva, que horroriza y seduce a la vez, y donde la crudeza turbia de lo que cuenta se ve apaciguada, y aun iluminada, por el brillo de la prosa. Que da gusto leerla, vamos.

(Reseña publicada en Estado Crítico, enlace, aquí.) 


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