Luis Manuel Ruiz:
De un tiempo a esta parte, se ha generalizado el uso del
término “distopía” para referirse a un subgénero de la ciencia ficción
caracterizado por la profecía y el pesimismo. La palabra es una distorsión de
otro neologismo venerable que acuñó Thomas More en el siglo XVI, y en el que
quiso encerrar la nobleza de aspiraciones de quienes desean vivir en un mundo más
cómodo y solidario: “utopía”. La utopía clásica, encarnada en el texto de More
(o Moro), y luego en los de Campanella, Bacon, Butler, Proudhon, es una obra de
esperanza: nuestro mundo es malo, la situación que padecemos resulta difícil de
soportar, pero mañana, cuando otros hombres más
cabales tomen el control de
nuestros asuntos, todo se volverá distinto. Contrariamente, la distopía apuesta
por la derrota. El futuro que pintan los referentes fundacionales (Huxley,
Orwell, Bradbury) consiste en un infierno retorcido donde se ahondan y
amplifican los males del ahora: hay menos lugar en sus páginas para la
confianza que para el aviso. Las recientes conmociones económicas y sociales
que ha sufrido el capitalismo explican el éxito que favorece en nuestros días a
esta forma de la literatura fantástica; baste reseñar que una antología de
textos catastrofistas, Mañana todavía (Fantascy) ha sido uno de los libros más
vendidos el año pasado en el ámbito de la ciencia ficción española. Con
matices, puede considerarse que Inercia, la novela que reseño hoy, es también
una distopía.
Ariadna G. García ha escogido el aeropuerto como metáfora
del mundo que quiere denunciar. Una elección de curioso acierto: porque el
aeropuerto, ese no-lugar, ese enclave situado en el centro de ninguna parte,
donde la gente ya no está, sino que siempre se dirige mucho más lejos,
constituye un perfecto reflejo de nuestra posmodernidad líquida. El aeropuerto
es la patria del aire, donde, lentamente, se forman las nubes; el portal del
espacio aéreo internacional, la tierra de nadie, en que todos podemos ser otra
cosa, hacernos a nosotros mismos, sin las rémoras que nos imponen el nombre, la
genealogía, el código civil; el aeropuerto es el pasaporte a la libertad, al
comienzo de una nueva vida, tal vez plena, que nos depure de los sinsabores y
la ceniza de la que llevamos arrastrada hasta este punto.
Y sobre pasaportes,
precisamente, versa también la parábola de la autora: aeropuerto y pasaportes,
la pista de despegue hacia el otro mundo y lo que la bloquea. En un futuro
indeterminado pero próximo, que se reconoce sin dificultad, un grupo de
personajes intercambiables coinciden en la terminal internacional de Barajas.
La España y el planeta Tierra que estos seres habitan son los nuestros pero no
son los nuestros: son estos de aquí y ahora deformados por los malos hábitos y
el lento declive de la corrupción moral. La ley de inmigración se ha endurecido
hasta puntos insoportables, convirtiendo los viajes en un calvario de visados,
registros, hologramas; el mercado laboral es una jungla sangrienta, donde pocos
pueden conservar intacta la salud de su contrato; la vida en las ciudades, de
las que muchos huyen espantados, se ve estrangulada por las tenazas opuestas
del vandalismo y el control policial del Estado. Un mundo crepuscular, angosto,
que ofrece pocas esperanzas y pocas posibilidades de respirar a gusto: y que
motiva que haya tantas personas que busquen las alturas, donde es más abundante
el oxígeno.
Inercia es una novela coral, de múltiples personajes.
Sobre el escenario de apocalipsis social y político, en el contexto hermético
del aeropuerto, las vidas sin cuajar de varios personajes tratan de encontrar
definición, de ser del todo, deslizándose bajo la gran máquina del presente que
trata de aplastarlos. Un agente de seguridad que se enamora de una compañera de
trabajo; un inmigrante ilegal que espera reunirse algún día con su familia; un
controlador abrumado por su paso por diversos ETT que estudia para
convertirse en funcionario; unas terroristas alumbradas por un oscuro
horizonte; mafiosos, azafatas, camareros. Pequeñas teselas de un mosaico mayor
y más rotundo, que se revela a través de los detalles y las esquinas, eludiendo
siempre, eso sí, el aleccionamiento directo al lector. La estructura,
forzosamente, es quebrada: para seguir la estela de su muchedumbre de
criaturas, la autora ha de variar repetidamente el foco de atención y alterar
su perspectiva, ofreciéndonos tomas simultáneas, yuxtapuestas, de la sala de
almacenes y la cantina, del amor y la indiferencia, la miseria y el heroísmo,
el presente negro y el futuro peor.
Ariadna G. García es mayormente poeta, y esto se muestra a
las claras en su primera novela. El cuidado en el idioma, en la elección de
adjetivos y la búsqueda de la metáfora apropiada (siempre visual y de una rara
contundencia) aportan valor al relato, que no por fantástico o distópico ha de
plegarse (ay) a los peores hábitos estilísticos de los subgéneros. Muy al
contrario: salpicando sus episodios de ocasionales tonos líricos, García ha
conseguido una novela extrañamente emotiva, que horroriza y seduce a la vez, y
donde la crudeza turbia de lo que cuenta se ve apaciguada, y aun iluminada, por
el brillo de la prosa. Que da gusto leerla, vamos.
(Reseña publicada en Estado Crítico, enlace, aquí.)
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