Hué.
Vietnam Centro.
En el centro de la república sentimos el
temor de los campesinos que vivieron en el entramado de túneles abiertos en las
piedras, que rezaron a diario a sus dioses para que los americanos no entraran
con cargas explosivas y para sobrellevar más tiempo su vida de animales, pese
al dolor, el hambre, la incertidumbre y el miedo reinantes en esta oscuridad
tan densa que hasta puede comerse.
Contemplamos
la exuberancia de la naturaleza y no damos crédito a que medio siglo antes se
hubiesen producido matanzas aquí, como si la belleza fuera una
barrera infranqueable para el exterminio. Pero los cráteres de las bombas en
medio de los arrozales lo confirma. En ellos aprendieron a nadar los niños de
varias generaciones, y algunos -los
más hondos- se
han convertido en prósperas piscifactorías.
Si
los americanos perdieron el combate se debió al espíritu irredento del pueblo
oriental, a la alquimia de su carácter, que transforma el gusano de la muerte
en un vuelo de vida. La muerte se deja sentir a un lado y otro de la carretera.
Separadas por el asfalto, las tumbas y pagodas de miles de soldados y
campesinos comparten la tierra y escuchan un mismo coro de lágrimas: la triste
partitura que escribieron, para viudas y huérfanos, las troneras de la 173ª
Brigada Aerotransportada. Miramos en silencio las cruces oxidadas y las flores
de loto. No fue una guerra de misiles, sino de soledades.
Recuerdos de nuestro viaje a Vietnam en 2010
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