La leyenda de la isla sin voz, Vanessa Montfort. Plaza & Janés. 432 páginas. 18´90 euros. 2014.
¿Cómo se le ocurriría a Charles Dickens la historia que nutre su Cuento
de Navidad? Vanessa
Montfort arma su
nueva novela, La leyenda de la isla sin voz, para esbozar una hipótesis
plausible. No obstante, más que una novela, el libro –pese a sus 400
páginas– se asemeja a un cuento, por el tratamiento de la trama. Montfort, como el Kaurismaki de Le Havre, aborda asuntos espinosos (el
maltrato a la gente sin recursos, el racismo, la explotación del débil, la
marginación, la exclusión social) desdeñando el realismo al uso. ¿La razón?
Porque ambos autores confían en el sentimiento de comunidad, en la transformación
colectiva del entorno. De ahí que la escritora realice una cruda denuncia de
los efectos del capitalismo –proyectados sobre la crisis de1837 y las sucesivas
hasta hoy– sin caer en la –tan de moda– violencia gratuita. Donde otros autores
se habrían regodeado con escenas morbosas y hubieran salpicado los párrafos de
sangre, Montfort
insinúa la vejación para centrarse en el tema que centra el libro: la
solidaridad humana.
La leyenda de la isla sin voz nos remonta al Nueva York de 1842
y 1867, y en concreto, a la isla-penal-asilo-correccional-manicomio de
Blackwell, a donde la autoridades desterraban a sus excedentes civiles:
“Blackwell era el resultado de cómo una población en crisis, asustada por el
hambre, deprimida y paralizada se dejaba hacer, de cómo el gobierno de una
sociedad empobrecida gestionaba sus recursos sobrantes” p. 229. Hasta allí se
dirige Charles Dickens tras recibir una inquietante carta que rogaba su ayuda.
Si bien es cierto que Vanessa Montfort retrasa hasta la mitad del libro el descubrimiento
de la misión que Dickens va a emprender en la isla (en una interminable
presentación de personajes que quizás podría haber sido algo más corta), una
vez se pone en marcha el engranaje, el libro atrapa tanto por los imprevistos
meandros del guión, como por el optimismo que desprende.
Junto al afamado escritor, la coprotagonista del libro es
la enfermera Anne Radcliffe, verdadero bastión de la lucha por la libertad y
dignidad humanas. De sus labios salen las proclamas más entusiastas de la obra
(“Yo lucho, precisamente, porque creo que la libertad puede conquistarse” p.
347). Montfort se
retrotrae al siglo XIX para hablarnos también del siglo XXI. Critica un sistema
económico que infarta cada década. Ya lo escribe Riechmann: no hay salida a la crisis
dentro del capitalismo. El científico Antonio Turiel alerta de que la crisis no
acabará nunca. La leyenda de la isla sin voz parece confirmar ambas premisas,
pero a la vez, combate el pesimismo. La unión de la ciudadanía (en el caso de
la novela, de un grupo formado por un niño inválido –Tim–, un gigante negro
–Tom–, una prostituta –Darcy–, una enajenada por amor –Lili–, un hombrecito
albino –Ratón–, un irlandés desarraigado –McCarthy–, un antiguo cochero
atormentado por un homicidio imprudente –Marley–, una indígena maya entrada en
años –Florita– y una anciana que cree ser marquesa –Ada–) y la cooperación por
un objetivo común otorgan esperanza, confieren albedrío y encienden la chispa
de la felicidad. Con estos mimbres, el miedo se destierra y las circunstancias
adversas pueden cambiarse.
Quien necesite un baño de realidad e idealismo para
sobrevivir al calor sofocante de la crisis, no debe desaprovechar las playas de
esta interesante isla sin voz. Saldrá de las 400 páginas con miles de gotas de optimismo
y coraje refrescando la potencia de su voluntad.
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