Oeste, Pureza Canelo. Pre-textos.
Poesía. 72 páginas. 12 euros. 2013.
A los 45 años, Luis Cernuda publicaba uno de los libros más
bellos de la lírica del siglo pasado: Como quien espera el alba; en él encontramos un texto
hondo y esperanzador sobre la continuidad del autor en la obra de otros.
Escribía Cernuda
en A un poeta futuro:
“Sólo quiero mi brazo sobre otro brazo amigo./Que otros ojos
compartan lo que miran los míos./Aunque tú no sabrás con cuanto amor hoy
busco/por este abismo blanco del tiempo venidero/la sombra de tu alma, para
aprender de ella/a ordenar mi pasión según nueva medida…Yo no podré decirte
cuánto llevo luchando/para que mi palabra no se mueva/silenciosa conmigo, y
vaya como un eco/a ti…”.
A sus 67
años, Pureza Canelo nos confiesa en su último libro el emocionado deseo de que su obra
también se perpetúe en nuevas voces. Esta obsesión (tan propia de poetas,
recordemos a Miguel de Unamuno: “Sí, lector solitario/que así atiendes/la voz de un
muerto,/tuyas serán estas palabras mías/que sonarán acaso/desde otra
boca,/sobre mi polvo/sin que la oiga yo que soy su fuente…Yo ya no soy; mi
canto sobrevíveme/y lleva sobre el mundo/la sombra de mi sombra,/¡mi triste
nada!/Me oyes tú, lector, yo no me oigo” del poema Para después de mi muerte) recorre Oeste de principio a fin.
Para Canelo
la literatura no
es sólo el cáliz que contiene el agua de vida, la fuente de la eterna juventud,
sino que también es el arca que contiene su mundo y su familia. Gracias al poder
sobrenatural de una palabra de contenido mítico (nos habla del origen, de la creación, de la inmortalidad) y de expresión humilde (“pegada
al grano, a los hierros, a las cuerdas” p. 13), la autora aspira a un hueco en
el corazón de las generaciones por venir. Si abrimos la cubierta del
poemario-arca, encontramos dentro el testimonio sagrado de unas costumbres,
unas gentes, un lugar y una época perdidos. Aquí aún se asoma la madre a la
ventana, las mujeres aún lavan sobre piedras, aún se oyen los carros de la
leche y un murmullo de máquinas que cosen, los hombres aún separan las semillas
y los niños se apropian de los campos a lomos de sus bicis.
Pureza Canelo defiende del ataque de la ruina a
la naturaleza (flora y fauna) y a los elementos del entorno rural (establos,
cobertizos o pozos). El lector siente que estrena un mundo en cada verso. Entre
estos sugerentes poemas en prosa –sensoriales, plásticos y contemplativos–
destacan algunos realmente bellos como el nostálgico Bicicleta, el desalentador Abandonados, el entusiasta Mundos, el misterioso Diciembre o el admirativo Coros (“se ven gallos sobre el tejado; extraño permanecer a
esta hora donde sólo se espera la madrugada” p. 17).
El tono épico del libro
sacraliza el Oeste, la tierra originaria.
Con sus versos, Pureza Canelo (lo mismo que Cernuda y Unamuno) pretende levantar “un poema sin
lindes para saludar a quien por nuestro lado pase”; abriga la esperanza de que
“un surco mío pudiera alguien prolongarlo en una porción de tierra”. Esta
reseña aspira a propiciarlo.
Ya era hora de reinvindicar a Pureza Canelo, que bien...
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