Pocos autores hay que vean el
mundo desde la mirada inocente de un niño, sorprendida, preñada de
interrogantes, iluminada por las expectativas que la realidad despliega ante
esos ojos inquietos, entregados como ofrendas a todo resplandor; y, que a la
vez, escruten el orbe desde la mirada desgastada, frustrada de un adulto a
quien la vida, en parte, ha decepcionado. Lorenzo Silva es uno de ellos. Lo fue Gloria
Fuertes. Y Gracia
Iglesias se suma
a la pequeña nómina de escritores ambidiestros, capaces de abrir con idéntico
pulso firme las puertas de la infancia y de la madurez.
Muchos lectores conocen su obra
infantil, compuesta por los libros Mono Lolo, El mundo de Casimiro.
Memorias de un saltamontes, El tren de los ronquidos, Los meagrada y Huevos y patatas. En ellos encontramos un
inquebrantable espíritu de superación de los miedos e inseguridades que
amenazan nuestros primeros pasos. Su fin es tallar hermosos seres humanos que crezcan
sin complejos o que gocen de las cosas menudas.
¡Qué distinto son sus poemarios!
La luz cede paso a la noche, el
día a las tinieblas.
En su creación lírica Gracia
Iglesias nos
muestra su cara oculta. Lejos quedan los pinceles bañados en colores. Sus
textos son oscuros como entrañas.
Sospecho que soy humo, Aunque cubras mi cuerpo
de cerezas,
Distintos métodos para hacer elefantes y Gritos verticales son dardos que hieren el cuerpo
de las propias creencias. La desmitificación de los valores en los que el
Hombre suele depositar su fe derrumba las certezas, deshoja la flor que da
sentido a cuanto contemplamos.
Y el libro que mejor horada el
suelo debajo de los pies es el último, que destaca por la plasticidad y crudeza
de sus imágenes. Los poemas "Son las ardillas muertas y no las
golondrinas", "Mis zapatos mojados", "Se ha curvado el
perfil de la ciudad" y “Con ese abrigo viejo y esas botas” destacan dentro
del volumen. Qué versos más rotundos. Se pueden masticar sus palabras. Nos
sacuden por dentro con el vacío que sugieren. Pero es tan bello el temblor, que
no importa sentir su sacudida.
Gritos verticales enfría la existencia como una
noche de lluvia en pleno invierno. Su autora mira hacia el exterior de sí misma
proyectando en la naturaleza su desgarro interno. El bestiario del libro está
compuesto por animales (ardillas, gatos, pájaros…) que simbolizan la
destrucción. El paraje helado que describe nos habla de un lugar inhóspito. El
sujeto lírico del libro respira bajo la amenaza de la geografía circundante,
así, el bosque de hielo y la ciudad parada, anclada, impiden el desarrollo
completo de su personalidad. En consecuencia, el yo pierde su identidad y se
desvanece por el sumidero “de las alcantarillas”.
Ni el hábitat ni el amor sirven
de refugio a la voz que enuncia. Ambos se han convertido en una barra de hielo,
fría y resbaladiza. La soledad se ve reflejada en el silencio del paisaje, así
como en el monólogo dirigido a un destinatario a menudo ausente.
La protagonista de Gritos
verticales nos
revela una poética aplicable a todos los poemarios de su autora: escribe con
rabia. La angustia emerge del fondo de sí misma, como un géiser, y luego guía
sus dedos sobre la superficie del papel.
Esa misma pasión es la que pone Gracia
en todos sus proyectos:
ya sean performances, libros, cuenta-cuentos o la dirección del centro cultural
Oropéndola, donde se multiplica por enriquecer la vida literaria y musical de
Guadalajara.
Hoy más que nunca son necesarias
personas como ella, vehementes, entusiastas, que realicen transfusiones de
energía para descongelar los músculos que pretenden inutilizarnos.
Sus libros migran de espacios
cálidos a regiones heladas, lo mismo que las aves. En esa alternancia de
mundos, de miradas, de motivos y tonos, reside la grandeza de su vuelo. Sigan
su trayectoria.
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