Veníamos
aquí, pensé.
Por
aquí, por allá, por el césped…
Hará
cuarenta años,
regresé
y caminé por esas calles.
Vi la
casa donde nací,
crecí y
pasé mis días infinitos.
Ahora
que eran cortos, había vuelto
para
contemplar y mirar y observar
mi recuerdo
de aquel ilimitado laberinto de tardes.
Pero,
sobre todo, ansiaba el reencuentro con aquellos espacios
por los
que corría
como
corren los perros, por delante o detrás de los chavales;
con las
rutas trazadas por los indios o por esos hermanos (prudentes y veloces)
que se
creían miembros de una tribu.
Llegué
al barranco.
Por poco
me resbalo en el descenso.
Ya tenía
mis canas,
pero mi
corazón era robusto.
Allí no
había nadie. Estos chicos de ahora,
¡qué
cretinos! Me
dije.
¿Acaso
no sabéis que hay un abismo que os está esperando?
Los
barrancos son de un verde especial, perfecto y agradable.
Son
lugares inaccesibles, por donde deambulan pequeños rateros
y abejas
bandidas que roban a las flores para dárselo a los árboles.
En las
cuevas hay eco, y arroyos en los que meterte en busca de un botín:
una
araña de agua, un cangrejo, una piedra preciosa
o una
bota de goma perdida hace tiempo.
Son el
hogar natural de los tesoros. Entonces, ¿a qué se debe este silencio?
¿Qué
les ha pasado a nuestros chicos, que ya no se persiguen,
que
contemplan la artesanía del Señor:
su
clara sangre brotando como sirope de árboles heridos?
¿Por
qué sólo veo abejas y mirlos en el viento y briznas de hierba inclinadas?
No
importa. Camina. Camina, mira y recuerda con dulzura.
Llegué al
roble que trepé con doce años
y por el
que llamé a Skip para que me bajara.
Estaba a
miles de kilómetros del suelo. Cerré los ojos y chillé.
Mi
hermano, profundamente alborozado, soltó una carcajada
y subió
a rescatarme.
“¿Qué
hacías ahí?” Preguntó.
No se lo
dije. Antes, la muerte.
Pero
estaba allí para dejar en el nido de una ardilla una nota
en la
que había escrito un antiguo secreto ya olvidado.
Ahora,
en el verde barranco de la edad madura, me paré
bajo
aquel mismo árbol. ¿Por qué, por qué, Dios mío?
Pero
si no es tan alto. ¿Por qué grité?
No
pueden ser más de dos metros. Subiré sin dificultad.
Y lo
hice.
Y me
acuclillé como un simio decrépito, dando gracias a Dios
de que
nadie me viese haciendo el payaso
agarrado
grotescamente al tronco.
Pero
entonces (¡oh Dios, qué desazón!)
el
agujero de la ardilla y su nido se encontraban allí.
Me quedé
pensando un buen rato apoyado en la rama.
Me
embebí de todas las hojas y de las nubes y de las sensaciones
que
pasaban de manera mecánica
como los
días.
¿Y
qué, y qué, y qué si…? Pensé. Pero no. ¡Has transcurrido unos cuarenta años!
¿La
nota que dejé? Ya se la habrán llevado.
Un
chico o una lechuza blanca la habrán robado, leído y destrozado.
Habrá
volado hasta el lago como el polen, como una hoja de castaño
o como
el humo del diente de león que atraviesa el viento del tiempo…
No.
No.
Metí la
mano en el nido. Hundí los dedos.
Nada.
Nada. Sin
embargo, al seguir horadando
la
saqué:
la nota.
Como
alas de polilla dobladas limpiamente sobre sí mismas, y
plegadas,
había
sobrevivido. Las lluvias no la habían tocado, ni los rayos de sol habían
blanqueado su superficie. La tenía en mi palma. La reconocía:
papel
rayado de un viejo cuaderno de la marca Sioux.
¿Qué,
qué, pero qué había escrito
hacía
tantos años?
La abrí.
Tenía que saberlo.
La abrí
y sollocé. Me agarré al árbol y dejé que las lágrimas
me
resbalaran por la barbilla.
“Chico
querido, niño extraño que conoce la Historia,
que es
consciente del tiempo y ha aspirado la muerte en las flores del lejano jardín
de la iglesia”.
Se
trataba de un mensaje al futuro, dirigido a mí,
sabiendo
que alguna vez vendría, volvería, buscaría, retornaría.
Del
joven al viejo. De mi yo pequeño e inocente, a mi yo grande y ya no tan
ingenuo.
¿Qué
ponía que provocó mi llanto?
“Te
recuerdo.
Te
recuerdo”.
Ray Bradbury
In memoriam
Traducción de Ruth Guajardo y Ariadna G. García.
Texto registrado en la Propiedad Intelectual.
Muchas gracias a las dos por este gran trabajo.
ResponderEliminarHa sido un placer ;)Igual en el futuro publicamos más.
ResponderEliminarGenial. La nostalgia siempre en el núcleo de todos los escritos de Bradbury.
ResponderEliminarMuchas gracias, Ismael.
ResponderEliminarSí, siempre nostálgico y melancólico. Qué gran relato "El hombre del cohete". Ahí está el espíritu de toda su magnífica obra.
bello o más... muchas gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias, León. Un placer tenerte en el rompehielos.
ResponderEliminarBesos míos y de Ruth.