lunes, 15 de mayo de 2023

En Gran Central Station me senté y lloré

 


En Gran Central Station me senté y lloré, Elizabeth Smart. Traducción y notas de Laura Freixas. Periférica. 2009. 155 páginas.

 

 

“Quien aquí veis, fugaces transeúntes de este parque,

fugaz como vosotros, junto al río,

en la mañana de la primavera,

es más que un rey, pues más que un rey es ser

un hombre enamorado”

 

 

Esto escribía Francisco Brines en Palabras a la oscuridad (1966). Tenía 34 años.

 

Elizabeth Smart abandona la metáfora regia por la divina, escala un grado más. Tras el cumplimiento del deseo, dice la protagonista de En Gran Central Station me senté y lloré: “yo también seré un dios”. Tanto es así, que a partir de entonces, se fundirá con el mundo:

 

“Soy una de sus olas, que se desbordan y saltan. Soy ahora la misma melodía que los árboles, los colibríes, el cielo, la fruta y las verduras en hilera. Soy todo o cualquiera de esas cosas”

 

El amor endiosa a quien lo siente. Lo vuelve invulnerable. Quien ama se proyecta sobre el orbe, porque su propia cuerpo es limitante, y el amor lo rebosa. Elizabeth Smart, por otro lado, recurre a diferentes metáforas sacadas de los frutos del campo para referirse al hombre que su personaje ama:

 

“Él es todas las cosas: la noche, las mañanas elásticas, las altas flores de Pascua y las hortensias, los limoneros, las palmeras, las frutas, los pájaros y el sol en el estanque”.

 

Es decir, el amor de los amantes (al menos, al comienzo del relato) se encuentra en armonía con la naturaleza. Las metáforas evocan su plenitud y dicha. Este desbordamiento me recuerda a la estética barroca, y de hecho, no deja de recordarme a Lope de Vega, y en concreto, a Peribáñez y el Comendador de Ocaña.  

 

Del mismo modo, la autora canadiense recurre a la simbología para referirse al sexo. Su novela es muy lírica. El culmen de la pareja se produce en la “Tercera parte”. Él equivale a las “mareas”, el “rocío” y las “lluvias”; representa el elemento del agua, la fertilización. Ella, por su parte, equivale a la “tierra”. En la “Cuarta parte”, cuando ambos sean detenidos, Smart incluirá citas intercaladas del Cantar de los cantares (libro de Salomón) para evocar con los símbolos bíblicos la pretérita unión de los amantes.

 

¿Y por qué emplea Smart semejante inflacción de metáforas y símbolos? La clave radica en el carácter secreto de la historia que cuenta. El estilo es cómplice del tema que trata. El fondo determina la forma.

 

En Grand Central station me senté y lloré se basa en una experiencia autobiográfica. La autora se distancia de su vida levantando un muro retórico. Al fin y al cabo, no le interesa la confesión de los promenores de su existencia, sino la evocación de sus estados de ánimo. Se basa en la realidad para, después, elevarse al cielo de las categorías estéticas. No ha escrito un diario, sino un producto artístico.

 

Además, las figuras enmascaran el mundo real. Por supuesto que podemos descodificar su sentido e incluso proponer interpretaciones propias. Pero lo que cuenta es su intento por ponerlo difícil. Lo que narra atañe a diferentes personas en el mundo extralingüístico, los pronombres tienen referentes. De ahí que la autora rechace el realismo por un lirismo dual: elegante con unos e inmisericorde con otros.

 

¿Qué narra? Una historia de amor a tres bandas, desde el punto de vista de la amante de él. Una pasión inevitable, prevista por el destino. La obra alude a la influencia helena de los hados sobre la vida humana. Dice la narradora: “El amor me posee, y no tengo alternativa”. Detrás escucho a Garcilaso: “No fue por elección de mi albedrío”. Esta fuerza irresistible pasará como una apisonadora sobre la biografía de Elizabeth Smart. El determinismo, por otro lado, pertenece a la tradición neoplatónica, que experimentó un auge en el Renacimiento y se extendió al Barroco. Digo esto porque la naturaleza que se nombra en el libro, más que un paisaje, es un trasunto de la armonía amorosa, una proyección neoplatónica de la perfección divina (hasta la mitad de la obra. Luego todo se tuerce).

 

Si el diálogo con la tradición grecolatina se percibe en el determinismo que mencionábamos, también lo apreciamos en las múltiples alusiones mitológicas que atraviesan la obra (Dido, Leda, Dafne…), así como en el guiño epicúreo al goce del presente compartido con la persona deseada (“Nada puede ser más ahora que ahora”). No obstante, la novela entronca también con lo más granado de la mística. Buena parte de la simbología amorosa la encontramos en las Meditaciones de Diego de Estella (el imán, la fuerza gravitatoria que ejerce sobre nosotros quien amamos).

 

Comentaba al principio que Smart nos sugiere contrapuestos estados de ánimo a lo largo del libro. Como un péndulo, oscila entre la dicha y la desesperanza, la alegría y la pena. Los sentimientos se despliegan en toda su complejidad. La culpa y los celos conviven con la empatía hacia la esposa (“¿Es que no hay otra vía para mi libertad que su martirio?”). Pero, ante todo, sobresale el deseo (“Cierro los ojos y tiemblo, esperando el paraíso: va a tocarme”). La euforia de la correspondencia se extiende al mundo en su totalidad (“todo lo que tocas acaba de nacer”). En cambio, la desesperación por la ausencia vuelve los días una tortura (“El no tenerte daba a mi vida sabor a infierno”. Escribe Amalia Bautista: “sé que no puede ser más que el infierno/ porque en este lugar no estás conmigo”).

 

En Grand Central Station me senté y lloré es un libro maravilloso. Con potentes imágenes, rico en alusiones, descarnado, sutil. Me dice un amigo y antiguo compañero de La Central de Callao que se encuentra descatalogado. Pues yo desde aquí lanzo una petición a Periférica: hagan un favor a los lectores, reedítenlo.

 

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