En la vida, a veces, una tiene la oportunidad de ser consciente de la construcción de un vínculo mágico en el preciso instante en que se produce. Eso me pasó la tarde del últmo día del año. Tras buscar distintas fechas que nos vinieran bien, Ana Alcolea, Omar Fonollosa y yo quedamos, para conocernos, el 31 de diciembre en la Plaza de España, de Zaragoza. Hace años que leo con mis estudiantes de 1º ESO, en clase, los libros de Ana (sienten predilección por El medallón perdido). Y en marzo formé parte del jurado que falló el premio Hiperión en favor de un bello poemario de tono elegíaco, Los niños no ven féretros, de un jovencísimo poeta llamado a grandes cosas, Omar. La verdad es que tenía muchas ganas de conocerlos, y se obró el milagro apenas unas horas antes de que acabase el 2022. Qué suerte la mía de conversar con ambos, de que me acompañaran en el tramo final de un año que, por muchas razones, no olvidaré jamás.
En la foto posamos frente al Árbol de los Deseos, en la Plaza del Pilar. Y entre los deseos que tengo para el año que empieza, uno es repetir este encuentro formidable con dos autores que, ahora, también puedo llamar amigos.
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