jueves, 27 de mayo de 2021

No había eternidad

No había eternidad, Antonio Gamoneda. Edición de Alberto Escarpa y Jesús Javier Lázaro. Madrid, Polibea, 2020. 115 pp.

 

 

 

 

Antonio Gamoneda es uno de los poetas fundamentales del siglo XX. No obstante, desde la publicación de su primer libro, Sublevación inmóvil (1960), se mantuvo voluntariamente al margen de cualquier grupo o escuela, tanto por la singularidad de su obra como por su decisión de vivir en la comarca leonesa, a donde se trasladó con su madre con apenas tres años, poco después de fallecer su padre. Nacido en Oviedo en 1931, pertenece, pues, a la generación de los niños de la guerra, es decir: al grupo del 50. Sin embargo, su vida en la periferia (con respecto a las dos ciudades que monopolizaron la vida literaria del medio siglo: Madrid y Barcelona), junto a su hermetismo estético, impidieron su inclusión en la célebre antología de Juan García Hortelano que sí promocionó, entre otros, a Brines o a Valente. Por supuesto, tampoco lo seleccionó José María Castellet en Veinte años de poesía española (1960). Gamoneda, alejado de los postulados realistas del momento, nadaba contracorriente.  Estaba más próximo a poetas como Juan Eduardo Cirlot, con quien comparte el apego irracional, la imagen visionaria, el lenguaje simbólico y el gusto por los motivos mágico-legendarios. Grosso modo, su obra pendula entre dos tendencias: la excéptica y melancólica, frente a la apasionada y solidaria. Hasta la publicación de Edad, volumen que recoge toda su producción hasta 1987, Antonio Gamoneda apenas había publicado cinco libros en casi treinta años de carrera literaria: Sublevación inmóvil (1960), Descripción de la mentira (1977), León de la mirada (1977), Blues castellano (1982) y Lápidas (1987). Edad también incluye varios poemarios inéditos que nos hablan de un quehacer literario de túnel (silencioso y silenciado) entre 1953 y 1970: La tierra y los labios (1947-1953), Exentos I (1959-1960) y Exentos II. Pasión de la mirada (1963-1970). Recordemos que la estética surrealista, de la que bebe, nació ligada al marxismo, de modo que los poetas españoles de las diferentes generaciones de posguerra que le rindieron culto (Cirlot, Carlos Edmundo de Ory, Miguel Labordeta…) o bien se exiliaron o fueron marginales durante la dictadura militar. Por tanto, será a la muerte del caudillo cuando Gamoneda vuelva a publicar y cuando su obra reciba su merecido reconocimiento. De hecho, en las postrimerías del régimen otros poetas invisibilizados también verán sus libros editados y reivindicados: Juan Larrea (cuya Versión celeste corrió a cargo de Luis Felipe Vivanco, quien la publicó en 1970); y Carlos Edmundo de Ory (cuya Poesía salió a la luz, en ese mismo año, gracias a la mediación de Félix Grande). ¿Y por qué no publicó Gamoneda el libro que tenía finalizado en 1970, al calor de la renovación estética abanderada por los novísimos, se preguntarán ustedes? La respuesta es simple, sí lo hizo, unos años después: León de la mirada es una versión del inédito Exentos II. Como quiera que sea, con Edad el poeta asturiano obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1988. Tenía entonces 57 años. En adelante publicará los poemarios Libro del frío (1992), Libro de los venenos (1995), Arden las pérdidas (2003), Celia (2004), Canción errónea (2012), La prisión transparente (2018) y Las venas comunales (2019). Su obra completa salió ese mismo año bajo el título Esta luz (Galaxia Gutenberg). Por el conjunto de sus libros recibió en 2012 los premios Cervantes y Reina Sofía, los máximos galardones literarios en lengua castellana.

No había eternidad nace a modo de antología. Explican sus editores que los textos fueron seleccionados “de forma natural y sin instrumentalización alguna” con un único criterio: “son nuestros poemas memorables” del periodo 1977-2004. Esta acotación temporal condiciona la estética y los motivos temáticos del libro resultante. Así, quedan fuera de la colección los textos que declaran principios vitales como el valor o la búsqueda de la libertad (caso del emocionante “Sublevación”, de Sublevación inmóvil), los líricos poemas de amor (como el bellísimo “Verdad”, de Exentos I) y los versos de queja o de protesta (sirva de ejemplo el espléndido “Un tren sobre la tierra”, de Blues castellano, libro prohibido por la censura y editado quince años después de su composición, en 1966). Pero no por ello No había eternidad deja de ser un gran libro. Su común denominador es la expresión de la soledad, la angustia, la infancia, la pérdida y la muerte. Abundan los poemas en prosa o de largos versículos, en los que reconocemos una leve anécdota localizada en un entorno doméstico de tipo rural (establos, desvanes, alcobas, “maderas atormentadas” …) o en un espacio misterioso que prende nuestra imaginación (“Aún hay luz sobre las alas del gavilán y yo desciendo a las hogueras húmedas”). Premeditada o no, yo veo claramente una estructura en la organización del libro, más allá de la cronológica. La obra avanza de los tonos oscuros a los claros; del silencio y la desaparición a la certeza de la existencia y de la prolongación, a través de la nieta (“yo sé que vivo porque te oigo llorar”, “yo estaré en tu pensamiento”…).

 

“Este es un año de cansancio. Verdaderamente, es un año muy viejo”, nos dice Antonio Gamoneda, como si nos hablase del año 2020. Sus versos nos recuerdan aquello que carga nuestras baterías: el amor, la amistad y, sobre todo, el abandono al goce del instante: “Solo quiero sentir esta luz en mis manos”.

 

No es mal consejo para este 2021.

 

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