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lunes, 19 de octubre de 2020
El iris salvaje
Escribía Antonio Machado que todo verdadero poeta es un metafísico frustrado. Y lo cierto es que las mejores voces que ha legado la poesía lírica española abordan el asunto de la divinidad, del anhelo o consumación de la unión mística o del deseo de integración de la conciencia en un Todo. San Juan de la Cruz, fray Luis de León, Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, Blas de Otero o José Ángel Valente son quizás los autores más representativos de dichas inquietudes. Sus palabras recuperan el espíritu sacro del lenguaje. Sirven al ritual de comunicación con una energía cósmica que envuelve al universo. Tal vez por ese vínculo con nuestra tradición me guste tanto el buque-insignia de la poeta norteamericana Louis Glück: El iris salvaje, galardonado con el premio Pulitzer en 1993, y editado en España por Pre-Textos (2006). La concesión del Nobel a la escritora neoyorkina supone una excusa maravillosa para dedicar unas líneas a un libro excelente. Lo primero que llama la atención de la obra es la confluencia de voces. Glück, como todo poeta que se precie, ha asumido una serie de riesgos en la elaboración del poemario. De modo sorpresivo, cede la enunciación de los poemas a un amplio elenco de flores (violetas, valerianas, amapolas, flores silvestres, tréboles…), a un ente superior y a un sujeto femenino de naturaleza humana (digamos, su alter ego). Ya San Juan de la Cruz permitía que el “prado de verduras/ de flores esmaltado” dialogase con la amada en su célebre Cántico espiritual. Mary Oliver, otra soberbia poeta americana, también dotaba de logos a las rosas en Felicity (Valparaíso, 2017). Lo que sorprende en los textos de Glück no es tanto la humanización de la flora como su desparpajo. Así, las flores silvestres no tienen reparo en afear a su interlocutura, representante de la humanidad, que desprecie la vida terrena, caduca (“la amplitud del campo”), por la espiritual o eterna. Su crítica es despiadada:
…tu pobre
ideal del cielo: ausencia
de cambio. ¿Mejor que la tierra? ¿Y cómo
podrías saberlo si no estás ni aquí
ni allá? (p.71)
En otras ocasiones, sus preguntas incisivas son extremadamente dolorosas. Es el caso del diálogo entre la rosa blanca y su anónima interlocutora humana (“¿Lograrás sobrevivir donde yo no he de durar/más allá del primer verano?, p.109), en el que Glück da la vuelta al tópico romano del Collige, virgo, rosas.
La visión del mundo que encierra la mirada de la divinidad no resulta menos cruda. Su blanco siguen siendo las mujeres y los hombres. Tan pronto se centra en su imperfección espiritual (“vuestras almas deberían ser inmensas/…/ os concedí todos los dones,/el azul matinal de primavera,/tiempo que no supisteis usar”, p. 43), como denuncia su constantes desavenencias y enfrentamientos:
¿Cómo puedo ayudaros si cada uno
quiere algo distinto?...
Escuchaos a vosotros mismos rivalizar
unos con otros.
Y os preguntáis
porqué desespero… (p.83)
A este cruce de reproches se suma los que lanza a dios el sujeto humano. En su albarán no faltan las quejas por su “ausencia”, por su “silencio”, por su inaccesibilidad, por su nula empatía hacia el “terror” que produce la idea de la muerte o hasta por su sadismo (“¿te estimula la desesperación?”). A menudo esta voz recurre a la ironía para manifestar su rencor:
Una vez creí en ti: planté una higuera.
Aquí, en Vermont,
donde nunca hay verano. Fue una prueba: si lograba
vivir, demostrarías tu existencia.
Y según esa lógica no existes. O existes
solo en climas cálidos… (p.87)
Así y todo, El iris salvaje rezuma optimismo por medio de su simbología: las azucenas nacen pese a lo efímero de sus existencias. Tienen la osadía de ser, aunque apenas disfruten de un instante en el mundo. La rosa silvestre “florece contra la oscuridad”, se reivindica a sí misma por medio del color, símbolo de su resistencia a las adversidades. La campanilla de invierno se arriesga a la alegría aun cuando sabe de su caducidad. Por otro lado, la flora del poemario impone su belleza a un mundo donde estamos de paso. Nos recuerda que el sentido de la vida es vivirla. Detrás resuenan los ecos de Margaret Atwood, pero sobre todo, de mi poeta norteamericana preferida: la sin par Amy Lowell.
Louise Glück ha cumplido el ideal que exigía Höderlin a los poetas. Ha vivido su escritura peligrosamente, ha saltado sin red. Se ha arriesgado. No ha querido girarse hacia el sol, como miles de autores esclavos de una fórmula. Ella gusta de poseer un estilo independiente: “Algunos creamos nuestra propia luz”.
Libro de gran hermosura, tenso, irónico, profundamente espiritual, revelador e intuitivo, El iris salvaje colmará la sed de poesía de los buenos lectores, esos que rechazan el “pequeño vaso de agua de pozo” (Lorca dixit) que los grandes grupos editoriales ofrecen sin el menor escrúpulo.
Por cierto, enhorabuena a Pre-Textos por su fidelidad y por su sensibilidad literaria, que han obtenido un merecidísimo reconocimiento con la concesión del Nobel a su autora.
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