martes, 10 de diciembre de 2019

El retrato de Dorian Gray




En 1890 entregaba Óscar Wilde a su editor su primera y única novela: El retrato de Dorian Gray. Había oído hablar de la obra, pero no ha sido a este puente pasado cuando he tenido tiempo para leerla, embriagarme con ella y disfrutarla. Las condiciones eran muy propicias. Una noche, repasando los volúmenes que tienen mis suegros en su biblioteca, encontré un ejemplar de Maestros ingleses IV, publicado por Planeta en 1962. Se trata de un tomo encuadernado en piel con lomos dorados y páginas impresas en papel biblia. Busqué el índice de títulos y mis ojos se detuvieron en Dorian Gray, una novela gótica. De inmediato comencé a leerla. El misterio que destilan sus páginas y la prosa exquisita de su autor me tuvieron tres noches seguidas inmersa en sus páginas.
             El argumento es inquietante. Dorian, un bello adolescente que posa para un pintor británico, temiendo que sus pensamientos y emociones futuras marchiten la perfección de sus facciones mientras su réplica al óleo se resista el paso del tiempo, expresa en alto su deseo de inmortalidad, a costa de que el lienzo cargase con el peso de su envejecimiento físico y con las señales de deterioro de un alma corrompida. A partir de ese momento, el joven –expoleado por su mejor amigo, lord Henry Wotton– se lanza en pos del placer y de la belleza. Wilde recurre a la elipsis para omitir las correrías de su personaje (habría que cotejar la edición del 62 con la publicada por Reino de Cordelia en 2011 para corroborar si es elipsis o censura), si bien sabemos de su devaluación moral por los cambios que comienza a padecer su misterioso retrato. Avergonzado por la mella de su alma, Dorian decide esconder la pintura en el trastero de su mansión para defenderlo de las miradas indiscretas. Pero no renuncia a su estilo de vida, lo que tendrá consecuencias nefastas.

Dorian Gray supone un elogio de la locura, así como un terrorífico carpe diem. Frente al sopor de la costumbre (criticada por Henry), Dorian representa la imaginación. Encarna la figura del dandy. Al hombre que huye del tedio y de la vulgaridad refugiándose en el lujo (colecciona joyas, tapices, instrumentos de música, perfumes), destruyendo esquemas y transgrediendo normas. Como el mismo Oscar Wilde. No en vano, el célebre –y luego repudiado– escritor irlandés destila en su novela mucho de sí mismo, haciendo –precisamente– lo contrario que sostiene Basilio Hallward, el pintor de su texto: “Un artista debe crear cosas bellas, pero no debe poner nada de su propia vida en ellas. Vivimos en una época en que los hombres no ven el arte más que bajo una forma de biografía. Hemos perdido el sentido abstracto de la belleza”. Personaje y autor comparten miedos. Aunque lo cierto es que Oscar Wilde también se espolvorea entre el propio Basilio y –sobre todo– Henry Wotton, el provocador amigo del protagonista, un ácido gentleman de influencia perversa en su adorado Dorian. Si la primera parte de la novela halaga los sentidos por medio de las detalladas descripciones físicas y del profundo análisis psicológico del hermoso y atormentado adolescente, la segunda se desliza hacia el mundo del crimen y de los escenarios sórdidos. Su final es magnífico. 
           El retrato de Dorian Gray constituye un panegérico de la juventud y un aviso de la brevedad de la vida. Es la lectura ideal si se busca en un libro la mezcla de misterio, terror, disertaciones inteligentes y calidad estética. Recoge a la perfección el pulso de su tiempo: el desafío a las convenciones, la espiritualización de los sentidos, la exaltación de la belleza, el malditismo o la crítica al puritanismo. En suma, estamos ante una joya literaria. Un clásico que nos obligará a evitar espejos, cuadros y fotografías, o que hará que los miremos de reojo, temiendo un detalle que revele la lenta perversión de nuestras almas. 


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