En 1890 entregaba Óscar Wilde a su editor su primera y única
novela: El retrato de Dorian Gray. Había
oído hablar de la obra, pero no ha sido a este puente pasado cuando he tenido
tiempo para leerla, embriagarme con ella y disfrutarla. Las condiciones eran
muy propicias. Una noche, repasando los volúmenes que tienen mis suegros en su
biblioteca, encontré un ejemplar de Maestros ingleses IV, publicado por Planeta en 1962. Se trata de un tomo
encuadernado en piel con lomos dorados y páginas impresas en papel biblia. Busqué
el índice de títulos y mis ojos se detuvieron en Dorian Gray, una novela gótica. De inmediato comencé a leerla. El misterio que
destilan sus páginas y la prosa exquisita de su autor me tuvieron tres noches
seguidas inmersa en sus páginas.
El argumento es inquietante. Dorian, un bello adolescente
que posa para un pintor británico, temiendo que sus pensamientos y emociones
futuras marchiten la perfección de sus facciones mientras su réplica al óleo se
resista el paso del tiempo, expresa en alto su deseo de inmortalidad, a costa
de que el lienzo cargase con el peso de su envejecimiento físico y con las
señales de deterioro de un alma corrompida. A partir de ese momento, el joven
–expoleado por su mejor amigo, lord Henry Wotton– se lanza en pos del placer y
de la belleza. Wilde recurre a la elipsis para omitir las correrías de su
personaje (habría que cotejar la edición del 62 con la publicada por Reino de
Cordelia en 2011 para corroborar si es elipsis o censura), si bien sabemos de
su devaluación moral por los cambios que comienza a padecer su misterioso
retrato. Avergonzado por la mella de su alma, Dorian decide esconder la pintura
en el trastero de su mansión para defenderlo de las miradas indiscretas. Pero
no renuncia a su estilo de vida, lo que tendrá consecuencias nefastas.
Dorian Gray supone un
elogio de la locura, así como un
terrorífico carpe diem. Frente al
sopor de la costumbre (criticada por Henry), Dorian representa la imaginación.
Encarna la figura del dandy. Al hombre que huye del tedio y de la vulgaridad
refugiándose en el lujo (colecciona joyas, tapices, instrumentos de música,
perfumes), destruyendo esquemas y transgrediendo normas. Como el mismo Oscar
Wilde. No en vano, el célebre –y luego repudiado– escritor irlandés destila en
su novela mucho de sí mismo, haciendo –precisamente– lo contrario que sostiene
Basilio Hallward, el pintor de su texto: “Un artista debe crear cosas bellas,
pero no debe poner nada de su propia vida en ellas. Vivimos en una época en que
los hombres no ven el arte más que bajo una forma de biografía. Hemos perdido
el sentido abstracto de la belleza”. Personaje y autor comparten miedos. Aunque
lo cierto es que Oscar Wilde también se espolvorea entre el propio Basilio y
–sobre todo– Henry Wotton, el provocador amigo del protagonista, un ácido gentleman de influencia perversa en su adorado Dorian. Si la
primera parte de la novela halaga los sentidos por medio de las detalladas
descripciones físicas y del profundo análisis psicológico del hermoso y
atormentado adolescente, la segunda se desliza hacia el mundo del crimen y de
los escenarios sórdidos. Su final es magnífico.
El retrato de Dorian Gray constituye un panegérico de la juventud y un aviso de la brevedad de la
vida. Es la lectura ideal si se busca en un libro la mezcla de misterio,
terror, disertaciones inteligentes y calidad estética. Recoge a la perfección
el pulso de su tiempo: el desafío a las convenciones, la espiritualización de
los sentidos, la exaltación de la belleza, el malditismo o la crítica al puritanismo.
En suma, estamos ante una joya literaria. Un clásico que nos obligará a evitar
espejos, cuadros y fotografías, o que hará que los miremos de reojo, temiendo
un detalle que revele la lenta perversión de nuestras almas.
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