El don de la fiebre, Mario
Cuenca Sandoval. Barcelona. Seix Barral. 335 páginas. 2018.
¿Cómo escribir sobre la vida de
un músico vanguardista? ¿Qué lenguaje podría ser el apropiado para describir el
alma de un místico? Mario Cuenca Sandoval ha encontrado la fórmula adecuada en
su prodigiosa novela El don de la fiebre,
donde la forma está en perfecta consonancia con el fondo. Y en un doble
sentido. La obra narra la vida del compositor Olivier Messiaen, más conocido
como el Mozart francés. El narrador
autorial recorre su existencia justo antes de que finalice, cuando el músico
sobrepasa los ochenta años y su mente divaga por el tiempo, mezclando fantasía
y realidad, el mito y su desacralización. Al igual que en La muerte
de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, en el
último trabajo de Sandoval la idas y venidas en la línea del tiempo vienen
justificadas por el delirio de un hombre entrado en años que recuerda, a su
vez, los delirios febriles de un joven que sobrevivió a un campo nazi en la
Segunda Guerra Mundial. Pero resulta que, además, la obra aborda temas, los
deja, los retoma, los amplía, los repite, está salpicada de ecos y
reververaciones; los leit motive aparecen
de manera obsesiva, imitando las melodías sinfónicas. Sandoval, un virtuoso de
las palabras como Messiaen lo fue de los acordes. Ambos ponen su talento al
servicio de la ruptura de los moldes tradicionales.
Ya en El ladrón de
morfina (451 editores, 2010) Sandoval
jugaba con la temporalidad de su relato, e incluso realizaba disertaciones
sobre la nieve, la fiebre, los ángeles o la guerra análogas a las que leemos en
su nuevo libro. No en vano aquella obra estaba protagonizada por soldados de la
U.S. Army durante la Guerra de Corea. Pero es que incluso en su primera
incursión en la narrativa, Boxeo sobre hielo (Berenice, 2006), el escritor catalán demostró un
sorprendente dominio de la técnica, así como su audacia innovadora: variando
las voces, las perspectivas, ramificando las tramas y simultaneando las
coordenadas espacio-temporales. Hablamos, pues, de un autor que, tras doce años
de trabajo (y con sólo un altibajo –a mi modo de ver– en su carrera, Los
hemisferios), acaba de consagrarse con El
don de la fiebre como uno de los novelistas
más importantes de la actualidad.
La obra,
decía, recrea la vida de Olivier Messiaen: organista titular de la Iglesía de
Santa Trinidad de París y compositor de vanguardia. En 1932 se casó con la
violinista Claire Delbos (Mi), para quien compuso piezas que interpretar a dúo.
Para cuando fue llamado a filas (1940) ya gozaba de reconocido prestigio
gracias a las obras El banquete celeste o
La ascensión. Al año fue apresado por los
alemanes e internado en un campo de Silesia. Allí compuso su célebre Cuarteto
para el fin del tiempo, estrenado ante los
propios reclusos y soldados. Una vez reincorporado a la vida civil en calidad
de profesor de Armonía del Conservatorio parisino, durante el régimen
colaboracionista de Vichy, Messiaen alternará momentos de crisis domésticas (la
demencia y fallecimiento de su esposa, el cuidado de su hijo) con el
advenimiento de un nuevo amor (la pianista Ivonne Loriod, discípula suya), que
correrá paralelo a su consagración internacional.
La
novela, por tanto, pivota en torno a dos núcleos argumentales: la experiencia
militar de Messiaen y sus relaciones amorosas. La Guerra y el amor. Lo material
y lo espirital. Lo mundano y lo celeste. El cuerpo y el alma. El propio
personaje protagonista encarna este dualismo platónico y se convierte en hito
de la resistencia, porque, sobre todo, El don de la fiebre es un canto a la creación artística pese a la
adversidad, a la preservación del mundo interior frente a las injerencias del
entorno. Como San Juan de la Cruz, que escribió su maravilloso y rompedor Cántico
espiritual en prisión allá por 1577, el
músico francés trabajó en su Cuarteto para el fin del tiempo en unas condiciones miserables; y exactamente igual
que César Vallejo, que compuso Trilce –obra cumbre del creacionismo y de la experimentación vanguardista– también en la cárcel (1920), Messiaen se entregó a
la creación de una obra de ritmos liberados, sin ataduras armónicas, a modo de
grito de libertad ante la presencia de sus captores, los oficiales nazis. Su
coraje para proteger sus querencias y enhelos musicales de la invasión de la
realidad (Bousoño dixit), de esas
“fuerzas erosionantes de la Historia” posee vigencia en un siglo, el nuestro,
monotorizado por la publicidad. Lo describía Chomski: “la propaganda es a la
democracia lo que la violencia a los totalitarismos”. Nos resta albedrío. Hoy,
que vivimos en una sociedad hiper-activa, esclava de su exceso de velocidad, de
la acumulación innecesaria de datos, del constante ruido de fondo de las
tecnologías… los creadores no necesitamos una habitación propia, sino un tiempo
privado. ¿Tendremos la misma
fuerza que Messiaen para aislarnos, para escribir en tiempos de penuria, para
elevarnos sobre lo abyecto, para mantenernos fieles a nuestra vocación, para
buscar la belleza y la espiritualidad, para inventar lenguajes de tormenta?
Mario
Cuenca Sandoval ha escrito un novela formidable: honda, moderna, polifónica,
donde la estética (surreal, onírica, visionaria) está en consonancia con el
fondo temático (la experiencia mística de un hombre que pretende emular la
música de la Ciudad Celeste).
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El don de la fiebre en una de las
casetas puede ser una buena excusa para acercarse a la Feria del Libro de
Madrid, pese a los aguaceros. Créanme. Me lo agradecerán.
Esta reseña ha sido publicada por la revista Oculta Lit.
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