lunes, 13 de noviembre de 2017

El abrazo contrario

El abrazo contrario, Rafael Saravia. Bartleby, 2017. 80 páginas. 11 euros.


En una entrevista concedida por el poeta Rafael Saravia al Diario de León afirmaba: “No concibo el poema dentro del facilismo verbal que agrede la emoción de lo incomprensible. No creo en la voluntad domesticada del lenguaje plano, jocoso y simple para llegar a más y más ventas. No me interesa el mercado como estratagema de cercanía literaria. Si he de escribir simple y complaciendo para que me lean más, desisto de hacerlo. No escribo para conquistar; escribo para compartir.” Hablaba, entonces, el autor, de su reciente libro de poemas (Carta blanca, Calambur, 2013), pero esa misma estética (hermética y oscura, favocedora de la polisemia) también es perfectamente válida para acercarnos a su última entrega: El abrazo contrario (Bartleby, 2017). Apuntaba Luis Antonio de Villena –a propósito de un libro enorme: Pasión de la Tierra, de Vicente Aleixandre– que los poemarios surreales, irracionales, que tensan el lenguaje para evocarnos emociones, tienen dos posibles lecturas: una relacionada con nuestra necesidad de comprensión (de buscarle un sentido al texto, una ideología, un significado); y otra que descansa en el placer estético que nos producen las imágenes y la musicalidad de los poemas. Como esta última es privada de cada lector, me centraré en la primera. No obstante, afirmo que he disfrutado con sus juegos y símbolos (“Somos remanso y no atajo”… “Ser maíz en tierra de orquídeas”, de Transición).

Rafael Saravia da cuenta en su libro de la precariedad instalada en los hogares (“Cada familia junta las uñas del día y las cuece en lágrimas/para hacer caldos más transparentes”) y premoniza una era de cambios (“Llegan tiempos de osadía./La palabra se empieza a poner el guante de la acción”, de Carta al Norte). No especifica si se refiere a una Revolución general o una rebelión localizada en lugar concreto y dirigida hacia una injusticia seleccionada. Pero lo cierto es que el cambio se ha puesto en marcha (“Los bocados de argumento están naciendo ahora”), la ciudadanía ha despertado a la conciencia de su estatus (“Se sabe esclava de su condición,/y eso ya es mucho pedir”). Jorge Riechmann –en su libro de ensayos ¿Vivir como buenos huérfanos? (Catarata, 2017)– apunta que el origen de “las cosas horribles” que nos pasan es, precisamente, que “preferimos no saber”, que negamos aquello que consideramos incómodo para, de esta manera, no actuar, ni tampoco involucrarnos, aunque esta actitud pasiva pueda precipitarnos a situaciones dramáticas. Saravia critica también esa indolencia: “La verdad se oía en cada foto pero el silencio seguía siéndolo todo” (de El síntoma), “Los contenedores jamás han vivido una paz tan duradera/en época de hambre y disimulo” (de VII). Echo en falta en esta sección del libro –de carácter social y de compromiso civil– algo más de desarrollo. Un ejemplo: en El síntoma se habla de una enfermedad, la “falta de amor por la vida” –que yo creo que es más bien la indiferencia–, pero, ¿cuál es el riesgo que corren quienes la contraen? Quizás, si no en este poema, sí en otros, se podría haber formulado o sugerido la amenaza que pende sobre una sociedad no empática, individualista e insensible hacia las tragedias lejanas que padecen los demás.

En las dos restantes secciones del poemario Rafael Saravia introduce el tema del amor y de la plenitud de una vida que se basta a sí misma. Destaco los poemas XIII y XV (entre los que median tres poemas, por cierto: Sin cubierto, XIV y Lo habitable. ¿Por qué esa alternancia de títulos y números romanos?), del que extraigo estos hermosos versos: “Luego…/tumbarse boca arriba,/notar crecer la hierba en la espalda,/fracturar el tiempo incómodo y poder mirar,/sin más,/el calor azul de lo importante”. Ahí radica nuestro punto de inflexión, en esa vida exenta de ambiciones, pausada, como la cantaba fray Luis de León, y antes que él, Horacio.  

El firmante del prólogo es el célebre Antonio Gamoneda, con quien Saravia comparte el gusto por la imagen alucinada, la abstracción, el carácter fragmentario del texto, la yuxtaposición de emociones, la ausencia de enécdotas y cierta concepción del mundo. No es mala tradición la onírica para adentrarnos en las convulsiones de nuestro tiempo. Julieta Valero, Antonio Lucas o Ana Gorría –por citar sólo unos nombres– también crean sus obras desde sus postulados. Pero de entre todos, puede que Rafael Saravia sea el más evocador y delicado: “Todos los días eran invierno./Eran calor forzado y lanas imborrables,/Todas las tardes eran el peso que justifica la vida./Las campanas nacían discretas,/su ego se repartía en el silencio blanco./El hielo aterido de sí mismo./Lo triste sembrado con la ternura momentánea de los geranios secos/y apenas una mujer rompiendo la mansedumbre del gris” (del mejor poema del libro, Lo habitable). 

La cubierta, editores de Bartleby, preciosa.


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