Antología. Juana Inés de la Cruz

martes, 30 de octubre de 2018

Aspiraciones de la clase media

Aspiraciones de la clase media, Brenda Ríos. Ediciones Liliputienses. 2018. 128 páginas. 10,40 euros.


Quién no recuerda el comienzo de Matrix. La oficina anodina, aséptica, donde trabaja Neo. El mundo de plástico, limpio y ordenado que parece perfecto. Un espacio ideal, urbano, silencioso, en el que malgastar la vida dentro de un límite. Una pecera de luz fría. Una urna de cerámica. Ángel González describió la existencia gris, enclaustrada por un marco laboral, en “Nota necrológica”. Brenda Ríos (Acapulco, México, 1975) convierte a la oficina en símbolo de un entorno artificial, deshumanizado, aburrido, al que, sin embargo, la gente aspira para sobrevivir:

“Fuera de esos espacios reducidísimos
tampoco hubo gran cosa
una humedad de ciudad anciana
pobreza sin romanticismos
una soledad demasiado demasiado
dócil” (p. 16)

Pero la vida urbana exige el pago de tributos: el exceso de velocidad, la ausencia de sueños, la monotonía, la automatización, el confinamiento en un piso minúsculo, el desconocimiento propio o el cansancio. Ríos critica duramente nuestro modelo social. A su vez, nos abre las bisagras del sentido crítico para que nos interroguemos sobre el significado actual de clase media, cuya base se encuentra diluida, mezclada con el ocre de las capas más bajas. ¿Qué es ser clase media? Brenda nos deja su definición en un portentoso endecasílabo “Llegar a fin de mes sin pasar hambre”.

No obstante, Ríos ofrece una alternativa a la ceguera que padecemos todos, siguiendo el consejo de Sancho: “Quien da la llaga, da la medicina” (Quijote, XIX, 2ª parte). Así, la voz que enuncia –convertida en corifeo generacional que nos interpela– renuncia a un empleo fijo que la asfixia, en pos de sus deseos de libertad. Convertida en salmón que remonta la corriente adversa, va recobrando espacios en los que renacer a una existencia plena, auto-consciente: “Seré yo sola mis ganas de vivir” (p. 35).

En la segunda parte del poemario, Casa, la voz vuelve a enturbiarse. Ahora pasa revista a la tropa de familiares, vecinos y allegados que suponen para ella la sombra de un mal sueño que aún respira: la madre agobiante (“No importa la hora en que llame/ siempre será inoportuna”), el hermano perdido (“Dejamos de vivir juntos./ No tengo la menor idea”), o ese vecino fantasmagórico que acompaña sus noches:

“Escucho su televisión y él escucha la mía.
Dormimos cabeza con cabeza, separados apenas por un muro blanco.
Su balcón da a mi balcón.
Nunca lo he visto. […]
Somos más amigos que otros
nos une un espacio en el mundo” (p. 105)

La falta de asideros emocionales le lleva a contruir metáforas desasosegantes sobre la familia (“musgo/ platina gelatinosa”), el amor (“playa/ sembrada con minas”), los descendientes ajenos (“hijos-Aullido”), e incluso sobre sí misma (“Yo era la casa sin muebles”).

Aspiraciones de la clase media, por tanto, nos habla de la intemperie sentimental en la que vive buena parte de la ciudadanía, ya sea por estar enclavada entre los resortes, espirales y muelles de un sistema laboral opresor, o por la desgracia de haber nacido en un ambiente decolorado. Escrito con un lenguaje coloquial, a veces irónico, y a menudo narrativo; supone un magnífico libro al que asomarse para ver el reflejo del fracaso global. 


Esta reseña ha sido publicada por la revista Oculta Lit. Aquí.

lunes, 22 de octubre de 2018

Diarios, Byron


Diarios, Lord Byron. Traducción, introducción y notas de Lorenzo Luengo. Galaxia Gütemberg. 284 pp. 2018. 22,50 euros.

Todos conocemos la imagen esterotipada de Lord Byron, el célebre poeta y dramaturgo inglés que escribió El corsario, Lara, Don Juan y perdió la vida en Grecia muy joven, a los treinte y nueve años, defendiendo la libertad del país heleno en su lucha por desgajarse del Imperio Turco. En nuestra mente se modela la figura de un dandy, de un hombre mujeriego, provocador y audaz, de un intrépido viajero dueño de un alma libre a la que ninguna convención social logró poner su brida. ¿Pero cómo el héroe era en su vida privada? En sus Diarios podemos encontrar algunas pistas del Byron alejado de las fiestas, introspectivo y gran observador de su contexto histórico. 

Tres son los diarios que recoge la edición de Lorenzo Luengo. El primero de ellos lo escribió entre 1813-1814. En esa época, Byron trabajaba en el El corsario al tiempo que su hermanastra, Augusta, esperaba una hija de él. Este manuscrito sorprende por la revelación de las zozobras e inseguridades que lo atravesaban. Por su visión romántica, desencantada del mundo: “A los veinticinco años…uno debería ser algo. ¿Y qué soy yo? Nada”. El poeta repele el matrimonio, se queja de su vida rutinaria, lamenta la insustancialidad de la literatura que lee (“Tengo la cabeza hasta arriba de la morralla más inútil”). Vierte en las páginas un afilado espíritu crítico contra los poetas contemporáneos: de verso “pulcro”, pero “carentes de inmortalidad”. Envuelto en su batín ante su escritorio, pasa revista a su generación sin morderse la lengua. Es más, sólo estima a los poetas que, antes de subir al Parnaso, fueron hombres comprometidos con su tiempo, trataron de arreglarlo con sus obras, o se empaparon de toda suerte de experiencias allí donde la historia demandaba héroes: Dante, Cervantes, Esquilo o Sófocles. A los poetas de sofá, acomodados en sus puestos de poder, desconectados de las necesidades del pueblo, que con gusto se exponen en vitrinas relampagueantes, los califica de “escribas”. Defiende antes la “acción” que la escritura: “¡Qué indigno y holgazán linaje es éste!”. Al contrario que a éstos, no le interesa la lucha desalmada por estar en el canon: “¿Qué importancia tiene quién está delante o detrás en una carrera donde no existe la meta?”. Como tampoco le inquieta la buena reputación de tanto poeta correcto y aburrido (“No seré yo quien envidie sus alturas”). No menos interesantes son las páginas que Byron dedica a cincelar, a golpe de sarcasmos, su propio autorretrato: glotón, airado, celoso, suicida, lector empedernido, destacado boxeador, amante de los animales, ególatra, hastiado, abúlico, coleccionista de sables y hombre solitario.

El segundo diario lo escribió en septiembre de 1816, durante su excursión a los Alpes suizos. En este breve cuaderno de viaje, el célebre poeta pinta un paisaje acorde con el gusto estético romántico: sublime, jupiteriano (Argullol dixit). Byron, alma anhelante de plenitud, se une al Todo al contemplar las cumbres, glaciares y lagos. En su cuaderno deja constancia del sello que esos lugares puros, gloriosos dejaron en la piel de su memoria: “Últimamente he repoblado mi mente de naturaleza”. A su regreso a Berna, sin embargo, despotricará de la industria: símbolo de la “insípida civilización”. 

El penúltimo diario está escrito en Rávena, entre enero y febrero de 1821. Un Byron depresivo ve en la acción militar la única salida a la frustración que lo tiene postrado. Es ahora cuando rememora su relación con Edward Noel Long, con quien pasó “los días más felices” de su vida; o cuando idea un plan educativo para su hija Allegra. No obstante, prosigue espolvoreando sobre el papel agudos comentarios contra aquellos poetas de gran dominio técnico cuyas obras “no contienen nada”, interesantes reflexiones metaliterarias: “¿Qué es la poesía? El sentimiento de un mundo pasado y futuro”; así como justifica su escasa producción por la incertidumbre política: “A la espera de que esto explote de una vez, no es fácil arrellanarse ante el escritorio con la mirada puesta en las más elevadas formas de composición”. Hombre involucrado, solidario, comprometido con la causa de la libertad, ya sabemos que abandonó la pluma por las armas, y que perdió la vida en Grecia. Hoy día, es muy común tanto en la península helena como en el archipiélago que los jóvenes se llamen Víronas, en su honor. El Diario de Cefalonia (1823-1824) recoge, precisamente, las últimas reflexiones que dejó por escrito antes de su muerte.

El volumen contiene, además, un ramillete de Pensamientos aislados, entre los que sobresalen sus divagaciones sobre la inmortalidad del alma, o sobre el poder de las voluntades positivas.  

Estos Diarios se cierran con una prolija colección de notas de Lorenzo Luengo, responsable de la traducción y el prólogo. En conjunto, se trata de un libro delicioso para los amantes de Byron y del Romanticismo.
  

Esta reseña ha sido publicada por la revista Oculta Lit. Aquí.

   

miércoles, 17 de octubre de 2018

Lecciones estéticas de Federico García Lorca




Con motivo del tercer centenario de la muerte de Góngora, Federico García Lorca dio una conferencia sobre el poeta cordobés en la Residencia de Estudiantes. El texto contiene vetas interesantísimas de la poética lorquiana, que iluminan esta entrada del blog:

 
¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer su revolución lírica? ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva le lleva a un nuevo modelado del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No hay que buscarlo en la historia, sino en su alma. Inventa por primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes.
       Después ha escrito Marcel Proust: "Sólo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo".
       La necesidad de una belleza nueva y el aburrimiento que le causaba la producción poética de su época desarrolló en él una aguda y casi insoportable sensibilidad crítica. Llegó casi a odiar la poesía.

       Ya no podía crear poemas que supieran al viejo gusto castellano; ya no gustaba la sencillez heroica del romance. Cuando para no trabajar miraba el espectáculo lírico contemporáneo, lo encontraba lleno de defectos, de imperfecciones, de sentimientos vulgares. Todo el polvo de Castilla le llenaba el alma y la sotana de racionero. Sentía que los poemas de los otros eran imperfectos, descuidados, como hechos al desgaire.
       Y cansado de castellanos y de "color local", leía su Virgilio con una fruición de hombre sediento de elegancia. Su sensibilidad le puso un microscopio en las pupilas. Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes. Se dio cuenta de la fugacidad del sentimiento humano y de lo débiles que son las expresiones espontáneas que sólo conmueven en algunos momentos. y quiso que la belleza de su obra radicara en la metáfora limpia de realidades que mueren, metáfora construida con espíritu escultórico y situada en un ambiente extra-atmosférico. […]

Pero lo interesante es que, tratando formas y objetos de pequeño tamaño, lo haga con el mismo amor y la misma grandeza poética. Para él, una manzana es tan intensa como el mar, y una abeja, tan sorprendente como un bosque. Se sitúa frente a la Naturaleza con ojos penetrantes y admira la idéntica belleza que tienen por igual todas las formas. Entra en lo que se puede llamar mundo de cada cosa, y allí proporciona su sentimiento a los sentimientos que le rodean. Por eso le da lo mismo una manzana que un mar, porque sabe que la manzana en su mundo es tan infinita como el mar en el suyo. La vida de una manzana desde que es tenue flor hasta que, dorada, cae del árbol a la hierba, es tan misteriosa y tan grande como el ritmo periódico de las mareas. Y un poeta debe saber esto. La grandeza de una poesía no depende de la magnitud del tema, ni de sus proporciones ni sentimientos. Se puede hacer un poema épico de la lucha que sostienen los leucocitos en el ramaje aprisionado de las venas, y se puede dar una inacabable impresión de infinito con la forma y olor de una rosa tan sólo. […]

Góngora tiene un mundo aparte, como todo gran poeta. Mundo de rasgos esenciales de las cosas y diferencias características.

El poeta que va a hacer un poema (lo sé por experiencia propia) tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón. Para serenarse, siempre es conveniente beber un vaso de agua fresca y hacer con la pluma negros rasgos sin sentido. Digo negros, porque... ahora voy a hacerles una revelación íntima.... yo no uso tinta de colores. Va el poeta a una cacería. Delicados aires enfrían el cristal de sus ojos. La luna, redonda como una cuerna de blando metal, suena en el silencio de las ramas últimas. Ciervos blancos aparecen en los claros de los troncos. La noche entera se recoge bajo una pantalla de rumor. Aguas profundas y quietas cabrillean entre los juncos... Hay que salir. Y éste es el momento peligroso para el poeta. El poeta debe llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe estar sereno frente a las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de belleza que han de pasar ante sus ojos. Debe tapar sus oídos como Ulises frente a las sirenas, y debe lanzar sus flechas sobre las metáforas vivas, y no figuradas o falsas, que le van acompañando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como lo haga, no podrá nunca levantar su obra. El poeta debe ir a su cacería limpio y sereno, hasta disfrazado. Se mantendrá firme contra los espejismos y acechará cautelosamente las carnes palpitantes y reales que armonicen con el plano del poema que lleva entrevisto. Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los halagos populares sin sentido estético y sin orden ni belleza. Nadie como Góngora preparado para esta cacería interior. No le asombran en su paisaje mental las imágenes coloreadas, ni las brillantes en demasía. El caza la que casi nadie ve, porque la encuentra sin relaciones, imagen blanca y rezagada, que anima sus momentos poemáticos insospechados. Su fantasía cuenta con sus cinco sentidos corporales. Sus cinco sentidos, como cinco esclavos sin color que le obedecen a ciegas y no lo engañan como a los demás mortales. Intuye con claridad que la naturaleza que salió de las manos de Dios no es la naturaleza que debe vivir en los poemas, y ordena sus paisajes analizando sus componentes. Podríamos decir que pasa a la naturaleza y sus matices por la disciplina del compás musical. […]

No creo que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre. Aun los místicos, trabajan cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo por las nubes. Se vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. La inspiración da la imagen, pero no el vestido. Y para vestirla hay que observar ecuánimemente y sin apasionamiento peligroso la calidad y sonoridad de la palabra. […]


Y no hay que olvidar que Góngora es un poeta esencialmente plástico, que siente la belleza del verso en sí mismo y tiene una percepción para el matiz expresivo y la calidad del verbo, hasta entonces desconocida en el castellano. El vestido de su poema no tiene tacha. […]

Y no busca la oscuridad. Hay que repetirlo. Huye de la expresión fácil, no por amor a lo culto, con ser un espíritu cultivadísimo: no por odio al vulgo espeso, con tenerlo en grando sumo, sino por una preocupación de andamiaje que haga la obra resistente al tiempo. Por una preocupación de eternidad. […]



Fuente: Federico García Lorca, Prosa, 2. Epistolario. Obras, VI. Edición de Miguel García-Posada. Akal. 1994. Páginas 1227-1252.

 

martes, 16 de octubre de 2018

DEP Arto Paasilinna

Ha muerto Arto Paasilinna, uno de los narradores contemporáneos más divertidos. Qué grandes ratos he pasado leyendo Delicioso suicidio en grupo (novelón desternillante, para mí, su obra cumbre), El molinero aullador, El mejor amigo del oso, El año de la liebre (ambos los leí en una cabaña en Luosto, Laponia, en unos de nuestros viajes a Finlandia) o La dulce envenenadora. En homenaje, recojo mi reseña de la cuarta novela que cité (publicada en Culturamas el 13 de febrero de 2012). Descanse en paz.





El año de la liebre. Arto Paasilinna. Trad. Juan Carlos Suñén y Ursula Ojanen. Editorial Anagrama. 190  páginas.


Llegan con retraso, pero al final acaban editándose en España. El aclamado escritor finlandés Arto Paasilinna ha publicado 36 novelas, a razón de una al año, desde 1972. En su nevado país se aguarda la aparición de sus libros como si se tratase de un espectáculo más de la naturaleza, que tan acostumbrados tiene a sus habitantes a la belleza enigmática de las auroras boreales y del mar congelado. Nosotros, lamentablemente, nos perdemos ese acontecimiento anual. Debemos conformarnos, por el momento, con apenas seis obras traducidas. A esto hay que añadir el gran desfase entre el año de publicación en su lengua de origen y en la nuestra: El molinero aullador (1981-2004), El bosque de los zorros (1983-2005), Delicioso suicidio en grupo (1990-2007), La dulce envenenadora (1988-2008), El mejor amigo del oso (1995-2009) y El año de la liebre (1974-2011). No obstante, todo se disculpa, pues las novelas de Arto Paasilinna –delirantes, cínicas, divertidas, rebeldes– nos llevan a un ritmo de vértigo, de esquíes deslizándose sobre la superficie de la nieve, por parajes e historias de difícil olvido.

La labor conjunta de la editorial Anagrama y del Centro para la Información de la Literatura Finlandesa ha posibilitado la publicación de España de Arto Paasilinna. Gracias a las subvenciones del FILI –trasunto de nuestra extinta Dirección General del Libro–, la obra del novelista nórdico se ha traducido a dieciocho idiomas. El apoyo estatal a los autores nacionales, la amplia red de bibliotecas públicas y la tradición lectora de una población educada en colegios gratuitos, junto a la calidad incontestable de su obra, son algunas de las razones de la exitosa carrera de Paasilinna dentro y fuera de las frías fronteras de Finlandia.


El año de la liebre, sin duda alguna, es su buque insignia. Aquí aparecen los rasgos definitorios de sus futuras narraciones. Así, el personaje principal del libro, Vatanen –un periodista cansado de su profesión y aburrido de su matrimonio–, aprovecha el fortuito atropello de una liebre para adentrarse en un bosque y escapar de su mundo para siempre. Esta huída tanto de la ciudad como de las obligaciones sociales, permite al protagonista descubrir toda una galería de tipos (leñadores, oficiales del ejército, jubilados, policías...) cuyo comportamiento va de la violencia –injustificada– a la –efímera– ternura. La veloz concatenación de situaciones absurdas y disparatadas, al tiempo que nos hace sonreír también nos obliga a dibujar una mueca desoladora. El nihilismo de Paasilinna nos muerde sin que lo percibamos, es apenas un cosquilleo en la conciencia; sólo al cabo de un rato comprendemos que tanta ironía y humor negro inoculan en la mente un veneno que carece de antídoto: el hondo desencanto.

La anarquía de Vatanen, sus indomables ansias de libertad, le conducen a la región de Laponia, donde vive “como un animal del bosque”. Sólo en medio de los pantanos, rodeado de pinos y acompañado por su liebre, se siente en posesión de su existencia. Pero que nadie busque en este canto a la soledad reminiscencias de la “alabanza de aldea” de los escritores mediterráneos del siglo XVI. El entorno por donde se mueve Vatanen es salvaje e inhóspito. El hombre comparte territorio con osos, cuervos y zorros, con los que libra una feroz batalla por la subsistencia. Tampoco encontraremos en esta novela los parajes desangelados y angustiosos de Sukkwan Island, del autor alaskeño David Vann, pues Arto Paasilinna describe una naturaleza imponente no exenta de una belleza sobrecogedora. Precisamente esa loa a la exuberancia de Laponia (y de toda Finlandia) es uno de los elementos que comparten sus libros.

El año de la liebre es la novela diapasón de Arto Paasilina, con ella afina el resto de sus obras. Todas guardan entre sí la misma proporción de ecología y denuncia social, idéntico tono de chanza y desconsuelo. De echo, se trata del libro finlandés más traducido después de la epopeya del Kalevala y del relato infantil Trollkarlens hatt (El sombrero del Mago), ilustrado y escrito por la legendaria Tove Jansson.  

La propuesta literaria de Arto Passilinna se ha convertido en una pieza clave de la literatura europea contemporánea. Leerla nos exige desear una nueva dosis de talento. Esperemos que Anagrama sacie, pronto, este síndrome de abstinencia con la publicación de alguna de esas 30 novelas que han rendido a Finlandia y que desconocemos por aquí. 


sábado, 13 de octubre de 2018

Cátedra y las poetas del siglo XX


 
Tras mi reseña del último poemario de Pureza Canelo (Retirada, Pre-Textos, 2018), quiero llamar la atención sobre un asunto de capital importancia. La colección Letras Hispánicas de Ediciones Cátedra tiene por objeto ofrecer a sus lectores un recorrido por la literatura en lengua española desde la Edad Media hasta la actualidad. Leyendo el catálogo de la poesía española del siglo pasado, que puede consultarse on line, compruebo que sólo aparece recogida la obra de una mujer: Gloria Fuertes. Hablamos de cien años de historia de la lírica nacional. Una sola mujer frente a cincuenta y siete hombres, una sola poeta ante los Unamuno, JRJ, León Felipe, Antonio y Manuel Machado, Federico, Aleixandre, Cernuda, Miguel Hernández, Hierro, Ángel García, Biedma, Caballero Bonald, Joan Margarit o Luis García Montero. Ni rastro de Rosa Chacel, Ernestina de Champourcín, Carmen Conde, Concha Méndez, Ángela Figuera, Dionisia García, Julia Uceda, María Victoria Atencia, Francisca Aguirre o Angelina Gatell. Cuando repaso los nombres de los poetas varones nacidos por la fecha de nacimiento de Pureza Canelo (1947), constato que han publicado su obra en dicha colección: Diego Jesús Jiménez (1942), Aníbal Núñez (1944), José Miguel Ullán (1944), Pere Gimferrer (1945), Jenaro Talens (1946), Antonio Colinas (1946), Guillermo Carnero (1947), Eloy Sánchez Rosillo (1948), Luis Alberto de Cuenca (1950), Jaime Siles (1951) y Andrés Sánchez Robayna (1952). ¿Dónde están las mujeres? De nuevo, una clamorosa ausencia. Además de Pureza Canelo, ¿qué se hizo de Clara Janés (1940), Juana Castro (1945), Ana Rossetti (1950) o Chantal Maillard (1951)? Igual va siendo hora de equilibrar la balanza y de empezar a editarnos a nosotras también. ¿No les parece? Reivindico nuestro lugar dentro del canon.


martes, 9 de octubre de 2018

Retirada

Retirada, Pureza Canelo. Pre-Textos, Valencia, 2018. 56 páginas. 10 euros.



   
Quizás, una razón para escribir sea la de luchar contra el olvido. Sabemos que con el tiempo los cuadros se agrietan sobre sus bastidores, y por eso tratamos de darles pinceladas y capas de barnices, para que nos perduren. Pureza Canelo lleva, cuanto menos, dos poemarios retocando las líneas y colores de su memoria (Oeste), así como el color y la profundidad de su pensamiento (Retirada), para defender de la nada “la cosecha de lo vivido”. Con un lenguaje que ella misma tilda de esencial y claro, su último libro de poemas en prosa constituye un balance existencial a sabiendas de que, al sujeto que enuncia, se le acortan los días. El veredicto es muy poco indulgente: “Ninguna hazaña has ofrecido en la brevedad de tu paso terrícola” (p. 24). La autora reconoce su fracaso en la búsqueda de un sentido a la vida (“¿Qué ha sido haber estado aquí? Desde la poesía he buscado la respuesta de lo menor hacia lo único. Sigo a la espera”, p. 47), se interroga sobre la plausible eternidad (“¿Haber llegado hasta aquí para abandonar?”, p. 48) o aventura que el sentido de nuestra experiencia humana pueda ser prepararnos para la muerte (“No hay pesadumbre. La retirada es el gran hacer”, p. 50), ¿cabría intuir que Pureza Canelo nos insta a realizar un camino espiritual –estoico, cuidadoso, solidario, empático– que nos ayude a afrontar conjuntamente nuestra contingencia? ¿Puede existir, acaso, otro modo de asumir nuestro desenlace, de sobreponernos a la tortura de pensar en la desaparición absoluta? Tampoco faltan en el libro reflexiones metaliterarias no exentas de autocrítica

“Leo textos ajenos y me pierdo en vericuetos del decir. Lo mismo pasaría si alguien fijara su dedo en mi escritura.

Clamoroso ego. Deficienca perenne entre nosotros. Vanidad sin límites. A la vez que tuertos y mancos, todos” (p. 13)

La autora, incluso, dedica un homenaje a Juan Ramón Jimémez, poeta de la poesía pura, que desnudaba sus versos de retórica como un maestro experto en la poda paciente de bonsáis. Ella admira sus “canales de profundidad”, su contacto con el magma interior, con cuya materia -sabiamente seleccionada- daba cuerpo a sus textos: “la escritura de exigencia universal asiste a quien se atreve a buscarla y agujerear mundos. Brocales de luz hacia el centro de la tierra” (p. 49)

Retirada es un libro hondo, de recapitulación, despedida, emparentado con las premoniciones de Cernuda (“Quien escribe se adelanta a atisbar la muerte”, p. 20) y las incertidumbres de Unamuno (“Amanece. ¿Existo?”, p. 27). Con este intenso cuadro (minimalista, bello, de fina pincelada), Pureza Canelo se subleva contra su condición mortal. No en vano, según Rafael Argullol, esa es precisamente la misión de la literatura: “En el mismo momento en que el hombre adquiere conciencia del tiempo, que es el sendero hacia la muerte, adquiere conciencia de la necesidad de rebelarse contra él. El arte, con sus distintas máscaras, es el fruto de esa rebelión”.

En fin, aunque ella opine lo contrario, guiada por su valiente expedición de lapiceros, Pureza recorre los puentes abiertos al misterio, y deja un surco de grafito en el país helado de la Nada.

Este reseña ha sido publicada por la revista Oculta Lit.

 

viernes, 5 de octubre de 2018

Bella durmiente


Bella durmiente, Miriam Reyes. “Finalista del XIX Premio de Poesía Hiperión”. 72 páginas. 2004.
 

Con Bella durmiente, Miriam Reyes se proclamó finalista del Premio Hiperión en 2004. Tras el subversivo Espejo negro (DVD, 2001), la joven poeta nos sorprende ahora con un emocionante poemario que relata el itinerario de un sujeto en busca de sí mismo.
El primer poema constituye una declaración de intenciones: la cubierta del libro se ofrece al lector como una provocativa muñeca bonita de goma homologada, un atractivo envoltorio que esconde un caramelo envenenado, una concha sinuosa donde suena el estruendo de la vida: “Pasa y verás lo que hay/ tras el esmalte de dientes”. En cuanto traspasamos el dintel, quedamos atrapados en un espacio hermético y onírico, levantado a partir de las desasosegantes estímulos que ofrece el mundo exterior.
La primera parte del libro se centra en el recuerdo de la infancia transcurrida en un lugar concreto, Caracas. No faltan descripciones realistas de escenas cotidianas: “Mamá y yo/ en la madrugada del 29 de diciembre de 1974/ nos acercamos a la muerte./ Mis hombros eran demasiados anchos y el médico/ se vio forzado a empujar mi cabeza de vuelta al útero”. Pronto, sin embargo, aumenta la temperatura irracional de la obra y se suceden toda suerte de imágenes de ámbito doméstico que van a connotar un espectro de emociones psíquicas angustiadas: “Me cazas/ en frascos vacíos de mermelada/ y dejas que me asfixie oliendo a melocotón”, “de quedarme a tu lado/ mamá/ me chuparías la cabeza como a una gamba”.
En otras ocasiones, la escena descrita tiene un doble carácter realista y simbólico: “Dentro de casa/ me escondía con Boby/ bajo la oscuridad roja de la mesa camilla/ para besuquear la goma de sus labios y apretar/ su cuerpo mullido de muñeco”. Poco importa que la anécdota sea biográfica o ficticia, lo crucial es que el juguete representa la idealización de la pareja: es el único hombre con quien la protagonista del poemario ha compartido cierta felicidad, y es, por tanto, al único que recuerda “frente a los cuerpos borrosos/ de los hombres que vinieron después/ sin anillas”.
Miriam Reyes hace gala en el poemario de un gran dominio técnico para suscitar las emociones de su protagonista en la comunidad lectora. Así, la segunda parte del poemario nos sorprende con un viraje temático y estético. Del itinerario verosímil, pasamos al estrictamente imaginario. El verso se acorta. Las escenas se desarrollan en el tiempo presente, simultáneo al acto de lectura. Miriam nos descubre en este instante la verdadera naturaleza de su criatura de papel: un ser desencantado, sumido en la parálisis, lo que expresa o bien por medio de símbolos (“Luz y sangre viajan/ a pesar de mí/ y me sobreviven”) o de dudas constantes: “No sé dónde estoy”, “Todavía no sé poner un orden:/ pasado-presente-¿futuro?”, “Empiezo a olvidar dónde y con quién he vivido cada recuerdo”. En definitiva, un ser vacío, desinflado, apático, sin nada positivo en su interior (una meta, un proyecto) a lo que aferrarse y por lo que luchar en la vida:

“El cielo azul enmarcado por el hueco que abrieron las bombas
las hierbas cubriendo los arcos derruidos
el sendero de escombros y piedras…. Por dentro yo
soy como estas ruinas”.

Teniendo en cuenta que nos encontramos dentro de un orbe psíquico, la realidad exterior, percibida sensitivamente, queda transformada por un antojo creativo que desobedece las leyes de la física y de la lógica. Lo que da lugar a preciosas imágenes surrealistas que dan cuenta de la gran coherencia entre el fondo y la forma que tiene el libro: “Los chopos/ pelados esqueletos de peces plantados en la tierra”.
La tercera parte del poemario se centra en las relaciones de pareja. Desvalijada, destruida como una muñeca Nancy, la protagonista busca en el amor una forma de arraigo, por lo que se cuelga “del cuello del primero que pase”. No obstante, debido a las continuas frustraciones amorosas termina optando por una vida no estandarizada:

“No necesitas casa y semental
suéltalo y echa a andar de una vez.
Aquel amante tuyo tenía razón
para ti, las personas son accidentes:
de pronto te suceden”.

Sin duda, en esta última sección se oscure el tono del libro. Abundan las metáforas esperpénticas (el sujeto que enuncia se convierte en una patética criatura de piel viscosa y carne de molusco, una amaestrada y obediente perra abandonada o un pastel en el que anidan moscas), así como las anécdotas macabras (“Todas las noches lleno mis bolsillos de piedras/ me encierro en el garaje/ y meto la cabeza en el horno./ Entonces me quedo dormida”).
En el desenlace, Miriam Reyes no da tregua a su protagonista. No la salva de la fatalidad, ni la dota de fuerza para sobreponerse a su destino. Por el contrario, haciéndola “mandar/ los fantasmas a dormir” delega sus expectativas existenciales en agentes externos (los amigos, los amores...), que habrán de ser –a la postre– quienes la rescate de sí misma.
Bella durmiente, es, en definitiva, un poemario atrevido, de corte nihilista, en donde resuenan los ecos de Quevedo, Rosario Castellanos, Virgina Woolf o Silvia Plath. No cabe duda de que su autora está llamada a ser una de las grandes voces de este inicio de siglo, en que una nueva generación de autores viene pisando fuerte con las ideas muy claras. 


Esta reseña forma parte de mi artículo "La generación de la democracia", publicado en el libro Poesía Última. Fundación Rafael Alberti. Actas 2008. Páginas 173-179. Sial Ediciones. 2008.