Antología. Juana Inés de la Cruz

lunes, 22 de octubre de 2018

Diarios, Byron


Diarios, Lord Byron. Traducción, introducción y notas de Lorenzo Luengo. Galaxia Gütemberg. 284 pp. 2018. 22,50 euros.

Todos conocemos la imagen esterotipada de Lord Byron, el célebre poeta y dramaturgo inglés que escribió El corsario, Lara, Don Juan y perdió la vida en Grecia muy joven, a los treinte y nueve años, defendiendo la libertad del país heleno en su lucha por desgajarse del Imperio Turco. En nuestra mente se modela la figura de un dandy, de un hombre mujeriego, provocador y audaz, de un intrépido viajero dueño de un alma libre a la que ninguna convención social logró poner su brida. ¿Pero cómo el héroe era en su vida privada? En sus Diarios podemos encontrar algunas pistas del Byron alejado de las fiestas, introspectivo y gran observador de su contexto histórico. 

Tres son los diarios que recoge la edición de Lorenzo Luengo. El primero de ellos lo escribió entre 1813-1814. En esa época, Byron trabajaba en el El corsario al tiempo que su hermanastra, Augusta, esperaba una hija de él. Este manuscrito sorprende por la revelación de las zozobras e inseguridades que lo atravesaban. Por su visión romántica, desencantada del mundo: “A los veinticinco años…uno debería ser algo. ¿Y qué soy yo? Nada”. El poeta repele el matrimonio, se queja de su vida rutinaria, lamenta la insustancialidad de la literatura que lee (“Tengo la cabeza hasta arriba de la morralla más inútil”). Vierte en las páginas un afilado espíritu crítico contra los poetas contemporáneos: de verso “pulcro”, pero “carentes de inmortalidad”. Envuelto en su batín ante su escritorio, pasa revista a su generación sin morderse la lengua. Es más, sólo estima a los poetas que, antes de subir al Parnaso, fueron hombres comprometidos con su tiempo, trataron de arreglarlo con sus obras, o se empaparon de toda suerte de experiencias allí donde la historia demandaba héroes: Dante, Cervantes, Esquilo o Sófocles. A los poetas de sofá, acomodados en sus puestos de poder, desconectados de las necesidades del pueblo, que con gusto se exponen en vitrinas relampagueantes, los califica de “escribas”. Defiende antes la “acción” que la escritura: “¡Qué indigno y holgazán linaje es éste!”. Al contrario que a éstos, no le interesa la lucha desalmada por estar en el canon: “¿Qué importancia tiene quién está delante o detrás en una carrera donde no existe la meta?”. Como tampoco le inquieta la buena reputación de tanto poeta correcto y aburrido (“No seré yo quien envidie sus alturas”). No menos interesantes son las páginas que Byron dedica a cincelar, a golpe de sarcasmos, su propio autorretrato: glotón, airado, celoso, suicida, lector empedernido, destacado boxeador, amante de los animales, ególatra, hastiado, abúlico, coleccionista de sables y hombre solitario.

El segundo diario lo escribió en septiembre de 1816, durante su excursión a los Alpes suizos. En este breve cuaderno de viaje, el célebre poeta pinta un paisaje acorde con el gusto estético romántico: sublime, jupiteriano (Argullol dixit). Byron, alma anhelante de plenitud, se une al Todo al contemplar las cumbres, glaciares y lagos. En su cuaderno deja constancia del sello que esos lugares puros, gloriosos dejaron en la piel de su memoria: “Últimamente he repoblado mi mente de naturaleza”. A su regreso a Berna, sin embargo, despotricará de la industria: símbolo de la “insípida civilización”. 

El penúltimo diario está escrito en Rávena, entre enero y febrero de 1821. Un Byron depresivo ve en la acción militar la única salida a la frustración que lo tiene postrado. Es ahora cuando rememora su relación con Edward Noel Long, con quien pasó “los días más felices” de su vida; o cuando idea un plan educativo para su hija Allegra. No obstante, prosigue espolvoreando sobre el papel agudos comentarios contra aquellos poetas de gran dominio técnico cuyas obras “no contienen nada”, interesantes reflexiones metaliterarias: “¿Qué es la poesía? El sentimiento de un mundo pasado y futuro”; así como justifica su escasa producción por la incertidumbre política: “A la espera de que esto explote de una vez, no es fácil arrellanarse ante el escritorio con la mirada puesta en las más elevadas formas de composición”. Hombre involucrado, solidario, comprometido con la causa de la libertad, ya sabemos que abandonó la pluma por las armas, y que perdió la vida en Grecia. Hoy día, es muy común tanto en la península helena como en el archipiélago que los jóvenes se llamen Víronas, en su honor. El Diario de Cefalonia (1823-1824) recoge, precisamente, las últimas reflexiones que dejó por escrito antes de su muerte.

El volumen contiene, además, un ramillete de Pensamientos aislados, entre los que sobresalen sus divagaciones sobre la inmortalidad del alma, o sobre el poder de las voluntades positivas.  

Estos Diarios se cierran con una prolija colección de notas de Lorenzo Luengo, responsable de la traducción y el prólogo. En conjunto, se trata de un libro delicioso para los amantes de Byron y del Romanticismo.
  

Esta reseña ha sido publicada por la revista Oculta Lit. Aquí.

   

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