La
guardia Pardo conducía el coche patrulla a gran velocidad. No le importa el
agua. Tampoco la adherencia de los neumáticos. Derrapaba en todas las curvas,
quizás así su angustia saliese disparada por la ventanilla. Venía de la
concentración de bomberos, de una inmolación simulada y de palabras heridas que
entornaban la puerta de un incendio real. La tensión recorría sus pies, los
electrificaba, y luego se transfería al acelerador del vehículo, que gemía en
la noche como un potro salvaje a la carrera.
Uno de
aquellos hombres de traje ignífugo y mente abrasiva había teorizado sobre el
futuro inminente de Europa. Según él, y en sus ojos se leía que cuanto
pronunciaba ya tenía rango de existencia de sus córneas para adentro, pronto
los países de la Unión, alarmados por el incremento de la violencia nacional
fruto de los recortes y ajustes que efectuaban con cuchillo de carnicero los
distintos estados, cerrarían sus fronteras a fin de evitar el contagio de la
subversión y la ira que infectaba a sus vecinos. Como consecuencia,
aumentaría la inmigración clandestina, las exportaciones se paralizarían, se
justificarían las deportaciones en masa, y cada nación, sin testigos que
observaran su política interna, atajaría estas manifestaciones de enfado y
nerviosismo general con inmisericordia. En las pupilas del bombero ardían
coches inútiles por el encarecimiento del combustible, los parados asaltaban
las grandes superfices comerciales, los hombres y mujeres desahuciados
acampaban frente a los Parlamentos para luego extender sus tiendas por La
Castellana, Los Campos Elíseos o el Unter den Linden; y ante este brote de
coraje popular, los Estados, que previamente habían mermado el número de
policías en sus territorios, ordenaban que tomaran las calles sus ejércitos.
Con los blindados junto a los colegios, recorriendo universidades,
vigilando emisoras de radio y televisión, patrullando avenidas, astilleros,
fábricas, hospitales y huertas, los veintisiete miembros de la UE caían bajo nuevas dictaduras.
La
guardia Pardo (aferrada al volante con fuerza, como si con ese gesto tratara de
convencerse a sí misma de que el mundo, su mundo, aún gozaba de tacto,
grosor y forma), atravesó la pista con el coche y aparcó, bruscamente, bajo los soportales mugrientos de la T1. Al descender le temblaron las
piernas, pero el aguijón del frío la espoleó de tal modo que en menos de un
minuto ya estaba frente a las puertas de acceso a la Terminal. Entró con
paso rápido. Necesitaba un café. Cruzó una sala de espera, un pequeño filtro de seguridad y giró a su derecha. Luego cruzó el umbral de Intervención de Armas, en
cuya sala de descanso esperaba calentar, con pequeños sorbos al café con leche:
su estómago, laringe y esperanza.
(Fragmento de mi novela inédita Inercia)