Antología. Juana Inés de la Cruz

miércoles, 27 de febrero de 2013

Pesadilla



La guardia Pardo conducía el coche patrulla a gran velocidad. No le importa el agua. Tampoco la adherencia de los neumáticos. Derrapaba en todas las curvas, quizás así su angustia saliese disparada por la ventanilla. Venía de la concentración de bomberos, de una inmolación simulada y de palabras heridas que entornaban la puerta de un incendio real. La tensión recorría sus pies, los electrificaba, y luego se transfería al acelerador del vehículo, que gemía en la noche como un potro salvaje a la carrera.
Uno de aquellos hombres de traje ignífugo y mente abrasiva había teorizado sobre el futuro inminente de Europa. Según él, y en sus ojos se leía que cuanto pronunciaba ya tenía rango de existencia de sus córneas para adentro, pronto los países de la Unión, alarmados por el incremento de la violencia nacional fruto de los recortes y ajustes que efectuaban con cuchillo de carnicero los distintos estados, cerrarían sus fronteras a fin de evitar el contagio de la subversión y la ira que infectaba a sus vecinos. Como consecuencia, aumentaría la inmigración clandestina, las exportaciones se paralizarían, se justificarían las deportaciones en masa, y cada nación, sin testigos que observaran su política interna, atajaría estas manifestaciones de enfado y nerviosismo general con inmisericordia. En las pupilas del bombero ardían coches inútiles por el encarecimiento del combustible, los parados asaltaban las grandes superfices comerciales, los hombres y mujeres desahuciados acampaban frente a los Parlamentos para luego extender sus tiendas por La Castellana, Los Campos Elíseos o el Unter den Linden; y ante este brote de coraje popular, los Estados, que previamente habían mermado el número de policías en sus territorios, ordenaban que tomaran las calles sus ejércitos. Con los blindados junto a los colegios, recorriendo universidades, vigilando emisoras de radio y televisión, patrullando avenidas, astilleros, fábricas, hospitales y huertas, los veintisiete miembros de la UE caían bajo nuevas dictaduras.
La guardia Pardo (aferrada al volante con fuerza, como si con ese gesto tratara de convencerse a sí misma de que el mundo, su mundo, aún gozaba de tacto, grosor y forma), atravesó la pista con el coche y aparcó, bruscamente, bajo los soportales mugrientos de la T1. Al descender le temblaron las piernas, pero el aguijón del frío la espoleó de tal modo que en menos de un minuto ya estaba frente a las puertas de acceso a la Terminal. Entró con paso rápido. Necesitaba un café. Cruzó una sala de espera, un pequeño filtro de seguridad y giró a su derecha. Luego cruzó el umbral de Intervención de Armas, en cuya sala de descanso esperaba calentar, con pequeños sorbos al café con leche: su estómago, laringe y esperanza. 

(Fragmento de mi novela inédita Inercia)

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