Suavemente ribera, Antonio Manilla. Madrid, Visor, 2019. Premio
Generación del 27. 99 páginas.
Vivimos en una época de mucho ruido, habitamos en el
interior de una campana ensordecedora. El barullo en el que estamos inmersos
proviene de fuera, pero también lo alimentamos por dentro. Ese ruido viene
fomentado por las tecnologías. Estamos confinados en nuestro propio mundo. Los
smartphone nos aíslan del resto de la gente. Hasta el punto de ya que no vemos
nada. El contexto no existe. Fuera de la pantalla de la plasma el mundo queda a
oscuras. Mientras tanto, los oídos retumban con las series, películas y juegos
que nos acompañan a cada instante. En nosotros se ha cumplido la profecía de Fahrenheit
451. Tenemos el
cerebro rodeado de imágenes. Nos pasamos la vida frente a un muro que se
desplaza en los 360 grados. Ni qué decir tiene que esta reclusión le interesa
al sistema, su gran benefactor. Se trata del nuevo circo, diseñado para que no pensemos.
Precisamente, la constancia de ese ruido nos aleja de nosotros al tiempo que
nos abisma de los demás. Esa saturación externa, por otro lado, impide la
recepción de la poesía, que exige una adecuada preparación, para la que se
necesita un profundo silencio. En ausencia del mismo, brotan manifestaciones
pseudolíricas que no exigen ningún nivel de concentración, de consumo rápido.
Pero la verdadera poesía, como sostenía Valente, comunica un conocimiento por revelación,
de manera
intuitiva. Y eso, en las sociedades occidentales, es cada día más complicado.
Quizás por esa razón, son los propios poetas los encargados de alejarse del
ruido, de la vorágine, de las distracciones, en busca de una vida apaciguada
que permita la interioridad. Un ejemplo sería el de Antonio Manilla, con su
poemario Suavemente ribera.
El libro gira en torno al tema de la muerte, y supone un
aviso para navegantes. Formado por 56 poemas (divididos en prólogo, seis
secciones y epílogo), recurre a la simbología para connotar significados. En
ocasiones, esos símbolos se encuentran teñidos de ecos machadianos (crepúsculos,
otoños, caminos). El autor, además, reconoce su querencia por el adjetivo
exacto, preciso y diferenciador. En otros momentos, en cambio, Manilla recurre
a un imaginario propio (latas de conserva, barcas en llamas, pueblos
abandonados…) para evocar el fin. De la caducidad nadie se escapa, ni de la
destrucción. Humanos, lugares o amores compartimos una misma sentencia,
inexorable. No hay en el libro ninguna grieta abierta a la esperanza. No hay
amarres posibles. La sección “Espacios despoblados” coincide con la descripción
de la España vaciada que leemos en el libro Los últimos. Voces de la Laponia
española, publicado
recientemente por Paco Cerdá en Pepitas. La defensa de la vida mansa, lenta y
humilde que realiza Manilla (“dejadme ser /…/ suavemente ribera/ mientras el
tiempo pasa”) es análoga a la reivindicación que leemos en una entrevista
inserta en el mencionado ensayo del silencio y de la reflexión como antídotos
contra la precipitación propia del capitalismo, que nos vuelve individualistas.
El poemario compagina las imágenes evocadoras con las
sentencias discursivas, a modo de consejos a los lectores. Así, en la sección “Tierra
extraña” enuncia un sujeto desde el más allá. Los poemas parecen epitafios (¿influencia
de Edgar Lee Masters?):
Lo que pretendas ser procura serlo pronto.
No confíes al tiempo el éxito en tu empresa.
La vida es zalamera e inconstante… (p. 59)
Naces para morir un día
-verdad incontestable-.
Pero importa el camino,
no el alcanzar la meta, sino el tránsito… (p. 63)
No hay posesión que valga
lo que vale un instante
de una vida vivida en plenitud. (p. 66)
Libro reposado y meditativo, Suvemente ribera se disfruta a lentos sorbos.
Salud.
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