Las noches de Ugglebo narra en verso el viaje iniciático de un joven búho. Ugglebo, despertado en su curiosidad por lo que pueda existir más allá de su isla y espoleado por dos sueños febriles en los que ve encallar un petrolero y fundirse los glaciares por exceso de calor, decide viajar a la ciudad humana. "-Tengo el presentimiento/ de que en el continente, los humanos/ nos están exponiendo a un gran peligro./ Necesito saber qué hay más allá/ de estas islas de aquí/ si quiero averiguarlo". Acompañado por sus amigos, Ugglebo se lanzará a una aventura de autodescubrimiento en la que hallará una noción de sí mismo antes que una respuesta a la pregunta que lo animó a salir del nido. Ariadna G. García y Susana Román elevan a la joven rapaz a través del aire gélido con unos versos y unos dibujos poseedores de la misma valentía y curiosidad que las de su protagonista, haciendo de este pequeño libro una hermosa metáfora del viaje de formación de esos lectores jóvenes que, como Ugglebo, estén empezando a construirse una identidad propia y una visión del mundo.
Antología. Juana Inés de la Cruz
▼
jueves, 28 de abril de 2016
jueves, 21 de abril de 2016
Eduardo García
El pasado 19 de abril perdimos a un buen poeta, a un autor "de primera línea", como dice el crítico José Luis Morante. Un hombre sonriente, entusiasta, combativo. Un profesor de Filosofía contrario a la LOMCE y los recortes en Educación. Un virtuoso de la palabra con el que tenía una gran afinidad ideológica y estética. Un escritor sin dobleces, de mirada franca y corazón noble. Era muy fácil no ya sólo conversar, sino reír con él. Me enteré de su muerte ayer, por las redes sociales. Y la siento de veras. Pero Eduardo García no nos ha dejado. Nos lega sus versos. Poemas potentes, imaginativos, de ritmo impecable, llenos de fuerza vital y de energía. En sus libros encontramos auténticas joyas. Poemas que iluminan y acompañan. Palabras que hacen volar los raíles, que desatan las camisas de fuerza, que se sacuden de encima el polvo de las convenciones. Os dejo uno de ellos, con la seguridad de que os va a robustecer por dentro. In memoriam.
PARA NO
RENUNCIAR AL ENTUSIASMO
Soñar
despiertos siempre
para que
los insectos de la herrumbre nos permitan tejer sin telarañas
para ser
el hervor la levadura
y no el
cemento gris que repta por los muros
pan
crujiente en el horno del sol del mediodía fruta madura vértigo
y nunca
más sedientos de imposible
reconocernos
en el barro de un parabrisas sucio
soñar
despiertos siempre
olvidar
el autobús cautivo de su ruta el maquinal semáforo los maniquíes ciegos
abandonar
el dique seco de los formularios la astucia del burócrata destilando en la
tinta su cianuro
dar la
espalda sin miedo a cuanto esperan de nosotros aquellos que veneran dos tristes
palmos de suelo bajo sus pies
porque
es vasta la tierra y a nadie pertenece su clamor
como
nadie puede calcular la trayectoria de una grieta en un témpano de hielo
pero ahí
está
desafiando
la maquinaria de los astros
fiel a
su andadura irregular a la belleza
de lo
que niega toda simetría soñar
como
rasga el torrente la maleza felino por instinto
despreciando
la fría
servidumbre de los surtidores el agua encadenada a geometría
soñar
despiertos siempre
para no
obedecer la ley del amo las consignas
de los
ventrílocuos feroces acudir
al
futuro que llama a nuestra puerta pidiendo realidad
porque
podemos esculpir la vida verdadera
escuchar
la llamada de los sueños para rendir la piedra a nuestro afán
abrir
surco en las calles sembrándolas de estrellas y de pájaros
de
alamedas de cisnes regueros de palomas corrientes submarinas
una
extensión de labios que sonríen de juncos que se mecen de amazonas
soñar
despiertos siempre
para no
renunciar al entusiasmo
y que el
hombre no olvide su vocación de nube el súbito
resplandor
incendiando su mirada
alfarero
del mundo comadrona
que
asiste al parto de sus propios sueños.
(De La Vida Nueva,
Visor, Madrid, 2008)
miércoles, 13 de abril de 2016
sábado, 9 de abril de 2016
Doppelgänger
Según Demetrio Estébanez Calderón, el narrador es el elemento fundamental de la narración,
el artífice de
que la historia se
convierta en relato. Se trata de la figura de papel sobre la que el autor empírico delega su responsabilidad
enunciativa. A los modos de llevar a cabo su misión discursiva se le denomina
punto de vista o focalización. Esta, según nomenclatura de
Genette, puede ser interna. Con ella percibimos el mundo a través de la
subjetividad de una voz, que se expresa por medio de un monólogo
interior. El
padre de esta técnica literaria, según Darío Villanueva, es el escritor francés Eduard
Dujardin, que la
define (1887) así: “discurso sin auditor y no pronunciado, por el que un
personaje expresa sus pensamientos más íntimos, más cercanos al inconsciente,
antes de cualquier organización lógica de los mismos –es decir, en el momento
en que brotan– por
medio de frases directas reducidas a una sintaxis mínima, con el propósito de
dar la más absoluta impresión de inmediatez”. Por medio del monólogo interior,
y de la corriente de conciencia, los lectores-espeleólogos, descendemos al inconsciente
del sujeto que habla y somos testigos de sus miedos y frustraciones. Estos no
se explicitan, pues nos encontramos en un proceso psíquico pre-consciente (la
influencia tanto del surrealismo literario como del psicolálisis son
evidentes), pero pueden deducirse a través de los textos. Gracias al monólogo
interior dicho sujeto se nos presenta como un antihéroe, como un hombre o una mujer
modernos, perdidos, enfrentados a sus limitaciones. Esta técnica literaria tuvo
tres grandes cultivadores en el siglo pasado: James Joyce (Ulises, 1922), Virginia Woolf (Las
olas, 1931) y
William Faulkner (El ruido y la furia, 1929). En España no tuvo demasiado predicamento
hasta que lo incorporó a sus obras Elena Quiroga en los años cincuenta (La
careta, La enferma, 1955),
si bien su consagración llegó en la década siguiente de la mano de Luis Martín
Santos (Tiempo de silencio, 1962; en donde Pedro, el protagonista de la obra,
aconseja “Hay que leer el Ulises”), Juan Goytisolo (Señas de identidad, 1966) y Miguel Delibes (Cinco
horas con Mario,
1966). ¿Por qué el triunfo ahora? En la narrativa española, a partir de la
publicación en 1962 de Tiempo de silencio,
novela firmada por el escritor y psiquiatra Luis Martín Santos, se
produce una enriquecedora renovación estética que pondrá fin al neorrealismo
(objetivista o crítico)
que triunfó en
los años 50 con obras como El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio (1955). Frente a la novela
social, que daba
prioridad al contenido con respecto a la técnica, y que no buscaba la belleza
en las obras, sino la eficacia; la novela experimental (años 62-75) va a
defender los valores estéticos de las composiciones, y el carácter artístico de
la actividad novelística. Esta inversión de postulados hay que relacionarla con
el nuevo contexto socio-político de la España y de la Europa de entonces,
puesto que no es privativa de la narrativa, sino que afecta por igual al género
dramático (recordemos el teatro pánico de Fernando Arrabal, cuyos ecos llegan a Madrid
desde Francia a través de la revista Índice, despertando la rebeldía de los
universitarios) y al género lírico (en concreto, tanto al “grupo poético del
60” –nomenclatura de Jambrina– como a los novísimos –Castellet–). Las movilizaciones
estudiantiles y el deseo de libertad tienen su reflejo en una literatura que
prescinde de corsés estéticos, de camisas de fuerza ideológicas y que ensayan
nuevas propuestas para acercarse al lector, cansado de proclamas y de
eslóganes.
Así, encontramos en muchos poemarios de los años 62-75 tanto el uso
de la corriente de conciencia (caso de Blanco spirituals, de Félix Grande –1967– y de El cuerpo fragmentario, de Jenaro Talens –1973–) como la aparición del doppel,
del yo
escindido, del monólogo dramático de una voz que se desdobla, de un sujeto que
se interpela a sí mismo (Poemas póstumos, de Jaime Gil de Biedma –1968–) o se contempla desde fuera (Libro
de las alucinaciones, de José Hierro –1964–). En
mi segundo libro de poemas, Napalm (Premio Hiperión, 2001) retomo el motivo del doble en su
versión romántica: el doppelgänger. Jung lo denomina “sombra”. Mario Praz lo relaciona con cuentos
populares como el del hombre lobo. En tres de los poemas de mi libro
(“Cíber-crimen”, “Napalm” y “Hácker”) no sólo se escinde la psique de la voz
que enuncia, sino que emerge una segunda personalidad sociópata y violenta que
había permanecido oculta, maniatada. El antecedente es claro: El Dr. Jekill
y Mr. Hyde, de
Robert Louis Stevenson.
Allá por 1999-00, cuando escribía aquellos textos, no sólo
estaba estudiando literatura romántica alemana en la facultad, sino que también
asistí al estreno de El club de la lucha (dirigida por David Fincher), devoré la novela en
que se inspiraba (de Chuck Palahniuk), así como leí con entusiasmo La muerte
de Artemio Cruz (Carlos
Fuentes), Rayuela y
Las armas secretas
(Julio Cortázar). De aquella convergencia de influencias (cine, novela, ensayo
y cuento), unida a la coincidencia de mi último año de carrera con el fin del
siglo y la enésima crisis económica del modelo capitalista, nacieron tres
poemas existenciales, irónicos y oscuros.
No sé si algún otro poeta español ha
adaptado el doppelgänger a nuestra lírica (Unamuno lo aborda en su novela Abel
Sánchez). Pero
lo cierto es que dicho diálogo con la tradición romántica (Hoffman, Los
elixires del diablo –1815–), mezclada con la narrativa
americana, no fue arbitrario. En literatura nada lo es. Aquellos tres poemas –y
en realidad, el libro en su conjunto– fueron un síntoma de un cambio biográfico
y de un cambio de época.