La cuestión de las faltas de ortografía en los alumnos de
la ESO y Bachillerato no es un tema baladí, y debería confabular en su contra a
todos los departamentos de los institutos, y no sólo –como viene siendo
habitual–, al departamento de Lengua Castellana y Literatura. El uso adecuado
de las reglas ortográficas no es un capricho docente, ni se circunscribe a la
vida en el aula. Se trata, en realidad, de un asunto de calado, que traspasa
las fronteras de los centros escolares. El respeto a la ortografía revela –o
no– una querencia por las normas con que nos hemos dotado para construir y
mantener nuestra civilización. Esa, precisamente, que amenaza con derrumbarse
por la pérdida absoluta de valores. Y creo que el claustro algo tiene que ver con
tamaño hundimiento. Vivimos en una sociedad permisiva, donde todo vale, donde
las formas carecen de importancia. Nosotros –profesores y maestros– deberíamos ayudar a revertir esa
deriva involucrándonos en el respeto a las normas y a los límites. En nuestras
manos está que los alumnos sean jóvenes cuidadosos, atentos al matiz de la
experiencia, sensibles a su entorno. Y para ello, como decía, todos los
departamentos deberían observar el respeto a las reglas ortográficas. En algo
tan pequeño se cifra nuestra interacción con el mundo. Es un síntoma de nuestra
personalidad social. Con mujeres y hombres más atentos al detalle de lo
pequeño, tendremos ciudadanos más respetuosos con el mobiliario urbano, con las
normas de seguridad vial o con la vida ajena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario