"Confieso que, durante muchos años,
consideré que era una indecencia hacer un uso artístico del propio dolor.
Deploré que Eric Clapton compusiera Tears in Heaven (Lágrimas en el Cielo), la
canción dedicada a su hijo Conor, fallecido a los cuatro años de edad al caer
de un piso 53 en Nueva York; y me incomodó que Isabel Allende publicara Paula,
la novela autobiográfica sobre la muerte de su hija. Para mí era como si
estuvieran de algún modo traficando con esos dolores que hubieran debido ser
tan puros.. Pero luego, con el tiempo, he ido cambiando de opinión; de hecho he
llegado a la conclusión de que en realidad es algo que hacemos todos: aunque en
mis novelas yo huya con especial ahínco de lo autobiográfico, simbólicamente
siempre me estoy lamiendo mis más profundas heridas. En el origen de la
creatividad está el sufrimiento, el propio y el ajeno. El verdadero dolor es
inefable, nos deja sordos y mudos, está más allá de toda descripción y todo
consuelo. El verdadero dolor es una ballena demasiado grande para poder ser
arponeada. Y sin embargo, y a pesar de ello, los escritores nos empeñamos en
poner palabras en la nada. Arrojamos palabras como quien arroja piedrecitas a
un pozo radiactivo hasta cegarlo.
Yo ahora sé que escribo para
intentar otorgarle al Mal y al Dolor un sentido que en realidad sé que no
tienen. Clapton y Allende utilizaron el único recurso que conocían para poder
sobrellevar lo sucedido.
El arte es una herida hecha luz,
decía Georges Braque. Necesitamos esa luz, no sólo los que escribimos o
pintamos o componemos música, sino también los que leemos y vemos cuadros y
escuchamos un concierto. Todos necesitamos la belleza para que la vida nos sea
soportable. Lo expresó muy bien Fernando Pessoa: “La literatura, como el arte
en general, es la demostración de que la vida no basta.” No basta, no. Por eso
estoy redactando este libro. Por eso lo estás leyendo."
La ridícula idea de no volver a verte. Rosa Montero.
Barcelona, Seix Barral. 2013