Nostalgia, Mircea Cartarescu. Impedimenta. 2012. 375 páginas.
23´95 euros. Traducción de Marian Ochoa de Eribe.
En 1993, un poeta rumano consagrado –Mircea Cartarescu, de treinta y siete años– publicó en un solo volumen tres relatos
(“El ruletista”, “El Mendébil” y “El arquitecto”) y un par de novelas cortas
(“Los gemelos” y “REM”) que habrían de colocarlo en la cumbre literaria de su
país. Aquel libro, Nostalgia, es un crisol que recupera el paraíso perdido de la
infancia y la época de crisis de la adolescencia. Pero que nadie busque aquí un
relato edulcorado de la edad temprana. Cartarescu se encuentra más cerca de Tim
Burton que de Disney. En sus páginas arden pesadillas
y sueños, vaticinios y leyendas de la mejor estirpe romántica. Cada cuerda
contribuye a la interpretación de una melodía enigmática, de una partitura que
nos abre las puertas al fondo de nosotros mismos: a los primeros besos, a la
indefinición erótica o a la búsqueda de la identidad.
Ya en el prólogo al libro –desempeñado por “El ruletista”–
, el escritor rechaza la impostura de otros autores y defiende la honestidad como materia prima de trabajo.
Además, recuerda que la literatura no consiste en la ejecución de una técnica,
sino en la expresión de un conflicto que te sacude por dentro: “La escritura
exige drama y el drama nace de la lucha entre la esperanza y la desesperanza,
en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial” (p. 16). En una
entrevista reciente, Cartarescu insistía en ese buceo íntimo que define su obra: “Yo no
soy un narrador de la vida social… Solo me interesa mi mundo interior” (Qué
leer). Quizás
por eso sus libros comparten “cierto aire de familia”, razón por la que –como
veremos– las cinco historias de Nostalgia están muy bien hiladas.
En la primera de ellas, “El ruletista”, un
narrador-testigo relata “la vida larvaria de un psicópata” que se convertirá en
un hombre rico, si bien su ascenso social se debe a un irredento espíritu
suicida. El protagonista de este magnífico cuento se gana la vida en la ruleta
rusa, ofreciendo su sien a las balas. Su suerte en los tugurios le granjea el
título de “campeón mundial de la supervivencia” y pone a su disposición dinero
y mujeres. Pero él busca la gloria, e igual que un deportista, necesita más
retos. Así, va añadiendo cañones al revólver. Políticos, empresarios y
militares acuden por las noches en pareja para ver su espectáculo. Toda la
clase dirigente rumana se concentra allí, como una parábola de su degradación
moral y de su sed de sangre. Entre tanto, el ruletista asume desafíos mayores
porque “cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre”. Cartarescu
nos habla de un
hombre que pretende quedarse en la memoria de los demás gracias a sus proezas.
Sirva de metáfora de su actividad literaria, donde cada uno de los libros
también es un disparo: un riesgo y una apuesta por inmortalizarse.
Un segundo narrador-testigo retoma la narración en “El
Mendébil”. De ahora en adelante, las historias se van a localizar –antes o
después– en la calle Stefan de Mare. Los protagonistas son los niños de un
barrio obrero, reprimido, de la capital rumana, que se entretienen con juegos
crueles y sádicos. La llegada de un nuevo vecino (“menudo, delicado y de ojos
tristes”), pintará ante sus ojos un nuevo horizonte. Con él la violencia
sucumbirá al poder de las palabras, de la imaginación y de la fantasía, así
como se derribarán las fronteras invisibles que separan a los niños por sexos.
Será esta traición,
precisamente, la que desencadene el final del relato. Cartarescu escarba no ya sólo en el amanecer
de la sexualidad, sino en la incomprensión y en la soledad de aquellos que
maduran antes que el resto.
Con “Los gemelos” entramos en un ventrículo de Nostalgia. El mundo real se mezcla y se
confunde con la pesadilla y con la crónica infanto-juvenil. La madeja de voces
teje una historia desgarrada sobre el mito del andrógino, sobre aquellos amores
no correspondidos –o al menos, no del todo; y en cualquier caso, jamás como
quisiéramos–, y sobre la turbia construcción de la personalidad. Esta nouvelle
comienza con un
varón travestido que pretende emular “a la chica de los sueños de todos”:
dulce, sensual e inocente. Su relato confiesa a los lectores (los médicos de un
pabellón psiquiátrico) las causas de su transformación, de su metamorfosis, que
no es otra que la obsesión por su amada imposible. La historia nos enfrenta a
un montón de preguntas: ¿En qué consiste la normalidad? ¿Quién la impone? ¿Bajo qué
preceptos? ¿Es, acaso, inmutable? ¿A quiénes beneficia? Como en “El Mendébil”, Cartarescu
retoma el asunto
de la hostilidad infantil de la mayoría de los niños hacia las niñas, hacia el
erotismo y hacia las ocupaciones femeninas (como la recolecta de fresas o el
tejido de flores con que los más valientes se aventuran en el cortejo amoroso).
La mirada del autor nos pinta un mundo despiadado y represor del instinto. La
propia sociedad rumana reprueba el deseo, y los adolescentes se aproximan a él
desde el sentimiento de culpa: “me atormentaba yo solo, no podía evitarlo” (p.
118). El impulso erótico, no obstante, se impone al protagonista en la
adolescencia, cuando –muy a su pesar, y avergonzado de sí mismo– se enamora de
una compañera del instituto que lo maneja y trata como quiere. El amor, sin
embargo, pese a lo doloroso y decepcionante, le abre los ojos a la vida y al
mundo. La consumación del deseo obrará el milagro de la trasmigración de
almas.
El corazón del libro es la nouvelle “REM”. Si la obra, en general,
posee un estilo muy lírico –debido a la presencia constante de los sueños–,
ahora va a dilatarse hasta inundar cada uno de los párrafos. El mundo
inconsciente va a mezclarse con la imaginación desbordante de una niña de
apenas 12 abriles. La prosa de Cartarescu adquiere estatus de prosa poética. En esta ocasión, el narrador de
la historia es un insecto-testigo de la superficial y anodina relación de
amantes que mantienen Svetlana (treinta y cinco años, de aspecto varonil) y
Vali (veintiuno, dueño de un amor impostado: “espero que lo único que hagamos
sea aprovecharnos el uno del otro durante una temporada”). La acción se sitúa
en una tarde de invierno, pasada la Nochevieja. Tras el encuentro erótico –durante
el cual el sardónico insecto ha invitado a los lectores a leer “El ruletista”,
para que se entretengan esos veinte minutos de sexo que dura la escena–, la
pareja mantiene una conversación de cama en la que ella confiesa no acordarse
del primer hombre con el que se acostó, pero sí de la primera vez que se
enamoró y del beso que inauguró su boca. En adelante, “REM” se convierte en un
extenso flash back donde Svetlana cuenta cómo fue aquel el verano de infancia en que
comprendió que nunca cumpliría los sueños de casarse y de poseer a su mejor
amiga. Pero el fin de la infancia consiste en superar un rito. Así, a lo largo
de una semana de juegos estivales, las siete amigas irán perdiendo –con ayuda
de sus objetos mágicos: un anillo, un reloj, una muñeca, una perla, un hueso,
un bolígrafo y un termómetro– pasado e inocencia. Cartarescu desarrolla una inventiva
apasionante en esta nouvelle. Su estilo único, hermoso y terrible –muy buena traducción
de Eribe–, es sin duda el adecuado para describir la angustia que supone la
negación de la sexualidad, la muerte del alma que implica la aceptación de los
roles sociales.
El epílogo a Nostalgia lo pone el último relato: “El
arquitecto”, emparentado con la ambición y el deseo de trascendencia del
personaje principal de “El ruletista”.
Encontrarán pocas aventuras estéticas y psíquicas más
bellas y desoladoras que las propuestas por Mircea Cartarescu en Nostalgia. Entrar en el libro es descender
por zanjas, pasadizos y túneles hacia esa parte de nosotros en que conviven los
miedos junto a las ambiciones, la tristeza al lado de la alegría, la duda muy
pegada a la certeza, la pesadilla cerca de la paz. El libro es un aleph. Entre sus páginas reconocerán
las huellas de Eminescu, de Borges, de Gabriel García Márquez, de Cortázar, de Ray Bradbury, de Kafka, de Michael Ende, de Lesage, de Vélez de Guevara, de Unamuno, de Pirandello, de Cervantes… Lo que no es extraño. El propio
autor avisa de que en su obra trata de medirse con los mejores escritores del
mundo.
Una joya de obra iniciática. Para quienes gustan de gozar
con las complejidades de la conciencia. Para quienes no temen los espejos y son
capaces de mirar de frente la triste radiación de un sol oscuro.