Antología. Juana Inés de la Cruz

jueves, 26 de diciembre de 2013

Nostalgia


 
Nostalgia, Mircea Cartarescu. Impedimenta. 2012. 375 páginas. 23´95 euros. Traducción de Marian Ochoa de Eribe.



En 1993, un poeta rumano consagrado –Mircea Cartarescu, de treinta y siete años–  publicó en un solo volumen tres relatos (“El ruletista”, “El Mendébil” y “El arquitecto”) y un par de novelas cortas (“Los gemelos” y “REM”) que habrían de colocarlo en la cumbre literaria de su país. Aquel libro, Nostalgia, es un crisol que recupera el paraíso perdido de la infancia y la época de crisis de la adolescencia. Pero que nadie busque aquí un relato edulcorado de la edad temprana. Cartarescu se encuentra más cerca de Tim Burton que de Disney. En sus páginas arden pesadillas y sueños, vaticinios y leyendas de la mejor estirpe romántica. Cada cuerda contribuye a la interpretación de una melodía enigmática, de una partitura que nos abre las puertas al fondo de nosotros mismos: a los primeros besos, a la indefinición erótica o a la búsqueda de la identidad.

Ya en el prólogo al libro –desempeñado por “El ruletista”– , el escritor rechaza la impostura de otros autores y defiende la honestidad como materia prima de trabajo. Además, recuerda que la literatura no consiste en la ejecución de una técnica, sino en la expresión de un conflicto que te sacude por dentro: “La escritura exige drama y el drama nace de la lucha entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial” (p. 16). En una entrevista reciente, Cartarescu insistía en ese buceo íntimo que define su obra: “Yo no soy un narrador de la vida social… Solo me interesa mi mundo interior” (Qué leer). Quizás por eso sus libros comparten “cierto aire de familia”, razón por la que –como veremos– las cinco historias de Nostalgia están muy bien hiladas.

En la primera de ellas, “El ruletista”, un narrador-testigo relata “la vida larvaria de un psicópata” que se convertirá en un hombre rico, si bien su ascenso social se debe a un irredento espíritu suicida. El protagonista de este magnífico cuento se gana la vida en la ruleta rusa, ofreciendo su sien a las balas. Su suerte en los tugurios le granjea el título de “campeón mundial de la supervivencia” y pone a su disposición dinero y mujeres. Pero él busca la gloria, e igual que un deportista, necesita más retos. Así, va añadiendo cañones al revólver. Políticos, empresarios y militares acuden por las noches en pareja para ver su espectáculo. Toda la clase dirigente rumana se concentra allí, como una parábola de su degradación moral y de su sed de sangre. Entre tanto, el ruletista asume desafíos mayores porque “cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre”. Cartarescu nos habla de un hombre que pretende quedarse en la memoria de los demás gracias a sus proezas. Sirva de metáfora de su actividad literaria, donde cada uno de los libros también es un disparo: un riesgo y una apuesta por inmortalizarse.

 
Un segundo narrador-testigo retoma la narración en “El Mendébil”. De ahora en adelante, las historias se van a localizar –antes o después– en la calle Stefan de Mare. Los protagonistas son los niños de un barrio obrero, reprimido, de la capital rumana, que se entretienen con juegos crueles y sádicos. La llegada de un nuevo vecino (“menudo, delicado y de ojos tristes”), pintará ante sus ojos un nuevo horizonte. Con él la violencia sucumbirá al poder de las palabras, de la imaginación y de la fantasía, así como se derribarán las fronteras invisibles que separan a los niños por sexos. Será esta traición, precisamente, la que desencadene el final del relato. Cartarescu escarba no ya sólo en el amanecer de la sexualidad, sino en la incomprensión y en la soledad de aquellos que maduran antes que el resto.

Con “Los gemelos” entramos en un ventrículo de Nostalgia. El mundo real se mezcla y se confunde con la pesadilla y con la crónica infanto-juvenil. La madeja de voces teje una historia desgarrada sobre el mito del andrógino, sobre aquellos amores no correspondidos –o al menos, no del todo; y en cualquier caso, jamás como quisiéramos–, y sobre la turbia construcción de la personalidad. Esta nouvelle comienza con un varón travestido que pretende emular “a la chica de los sueños de todos”: dulce, sensual e inocente. Su relato confiesa a los lectores (los médicos de un pabellón psiquiátrico) las causas de su transformación, de su metamorfosis, que no es otra que la obsesión por su amada imposible. La historia nos enfrenta a un montón de preguntas: ¿En qué consiste la normalidad? ¿Quién la impone? ¿Bajo qué preceptos? ¿Es, acaso, inmutable? ¿A quiénes beneficia? Como en “El Mendébil”, Cartarescu retoma el asunto de la hostilidad infantil de la mayoría de los niños hacia las niñas, hacia el erotismo y hacia las ocupaciones femeninas (como la recolecta de fresas o el tejido de flores con que los más valientes se aventuran en el cortejo amoroso). La mirada del autor nos pinta un mundo despiadado y represor del instinto. La propia sociedad rumana reprueba el deseo, y los adolescentes se aproximan a él desde el sentimiento de culpa: “me atormentaba yo solo, no podía evitarlo” (p. 118). El impulso erótico, no obstante, se impone al protagonista en la adolescencia, cuando –muy a su pesar, y avergonzado de sí mismo– se enamora de una compañera del instituto que lo maneja y trata como quiere. El amor, sin embargo, pese a lo doloroso y decepcionante, le abre los ojos a la vida y al mundo. La consumación del deseo obrará el milagro de la trasmigración de almas.   


El corazón del libro es la nouvelle “REM”. Si la obra, en general, posee un estilo muy lírico –debido a la presencia constante de los sueños–, ahora va a dilatarse hasta inundar cada uno de los párrafos. El mundo inconsciente va a mezclarse con la imaginación desbordante de una niña de apenas 12 abriles. La prosa de Cartarescu adquiere estatus de prosa poética. En esta ocasión, el narrador de la historia es un insecto-testigo de la superficial y anodina relación de amantes que mantienen Svetlana (treinta y cinco años, de aspecto varonil) y Vali (veintiuno, dueño de un amor impostado: “espero que lo único que hagamos sea aprovecharnos el uno del otro durante una temporada”). La acción se sitúa en una tarde de invierno, pasada la Nochevieja. Tras el encuentro erótico –durante el cual el sardónico insecto ha invitado a los lectores a leer “El ruletista”, para que se entretengan esos veinte minutos de sexo que dura la escena–, la pareja mantiene una conversación de cama en la que ella confiesa no acordarse del primer hombre con el que se acostó, pero sí de la primera vez que se enamoró y del beso que inauguró su boca. En adelante, “REM” se convierte en un extenso flash back donde Svetlana cuenta cómo fue aquel el verano de infancia en que comprendió que nunca cumpliría los sueños de casarse y de poseer a su mejor amiga. Pero el fin de la infancia consiste en superar un rito. Así, a lo largo de una semana de juegos estivales, las siete amigas irán perdiendo –con ayuda de sus objetos mágicos: un anillo, un reloj, una muñeca, una perla, un hueso, un bolígrafo y un termómetro– pasado e inocencia. Cartarescu desarrolla una inventiva apasionante en esta nouvelle. Su estilo único, hermoso y terrible –muy buena traducción de Eribe–, es sin duda el adecuado para describir la angustia que supone la negación de la sexualidad, la muerte del alma que implica la aceptación de los roles sociales.

El epílogo a Nostalgia lo pone el último relato: “El arquitecto”, emparentado con la ambición y el deseo de trascendencia del personaje principal de “El ruletista”. 

Encontrarán pocas aventuras estéticas y psíquicas más bellas y desoladoras que las propuestas por Mircea Cartarescu en Nostalgia. Entrar en el libro es descender por zanjas, pasadizos y túneles hacia esa parte de nosotros en que conviven los miedos junto a las ambiciones, la tristeza al lado de la alegría, la duda muy pegada a la certeza, la pesadilla cerca de la paz. El libro es un aleph. Entre sus páginas reconocerán las huellas de Eminescu, de Borges, de Gabriel García Márquez, de Cortázar, de Ray Bradbury, de Kafka, de Michael Ende, de Lesage, de Vélez de Guevara, de Unamuno, de Pirandello, de Cervantes… Lo que no es extraño. El propio autor avisa de que en su obra trata de medirse con los mejores escritores del mundo.

Una joya de obra iniciática. Para quienes gustan de gozar con las complejidades de la conciencia. Para quienes no temen los espejos y son capaces de mirar de frente la triste radiación de un sol oscuro.

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