El pasado día 8 de noviembre recibí en el aula CAM de
Orihuela el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández. El acto, breve y
poco concurrido (coincidía con una procesión consagrada a Jesús, y la gente -no olvidemos que en Orihuela hay
diecisiete templos católicos- se echó a las calles para honrar
la figura), estuvo amenizado por el grupo escénico Auralaria, que realizó un
par de montajes audiovisuales sobre los dos poemarios ganadores: La vida
en los ramajes,
de Olalla
Castro (Premio
Nacional) y La Guerra de Invierno, el libro con el que concurrí y me alcé con el certamen
Internacional.
Acabada la escueta ceremonia, lo mejor del viaje a
Orihuela vino al día siguiente, cuando Aitor Larrabide -Presidente de la Fundación Miguel
Hernández- nos mostró a las premiadas y a nuestros respectivos
acompañantes (sus padres y mi esposa) la casa del poeta. Para mí fue
acontecimiento mágico.
En la casa de Miguel Hernández.
Miguel (a secas) guió mis comienzos líricos desde que un
antiguo profesor de instituto (Ángel Ysern -qué importancia han tenido en mi
vida algunos maravillosos docentes de la enseñanza pública, tan vapuleada ahora
por el ministro Wert y por ese laboratorio privatizador en que se ha convertido la
Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid-) me regalara una entrevista a Claudio
Rodríguez
(publicada en el ABC), a quien luego tuve el gusto de conocer en aquel instituto seis
años antes de su fallecimiento. El poeta hablaba en ella de la huella indeleble
de Miguel Hernández en su primera obra, Don de la ebriedad, libro que publicó con tan sólo
18 años tras conquistar el Premio Adonáis. Aquellas palabras de Claudio
Rodríguez, así
como su posterior conocimiento, me animaron a leerle con avidez y a remontarme
a sus orígenes: al poeta-pastor de la tórrida Orihuela. Fruto de aquellas lecturas
escribí mi primer poemario en 2º de BUP, con 16 años (pacientemente leído por
otro profesor impagable: el poeta salmantino Gonzalo Alonso-Bartol), y publiqué mis primeros poemas
en un par de revistas. Mi inquieto e insaciable espíritu poético cobraba forma
en la vasija de sus poemas, pero lo más importante que aprendí de Miguel fue su
actitud ante el mundo: su valentía, su desafío humano a las injusticias, su
vehemencia amorosa, su afán transformativo de la realidad. Ese legado de
entonces todavía perdura. Lo llevo en la sangre. Orienta mi creación y mi
conducta. Y ya se puede implantar la LOMCE, que yo -profesora de instituto y poeta-, seguiré animando a mis alumnos
a la lectura de autores como Miguel Hernández; les seguiré inculcando valores
para que no se dejen dominar, para que no se acomoden, para que sean
solidarios, para que se cuestionen el orden establecido, para que saquen lo
mejor de sí mismos. Ustedes saben
muy bien a qué se deben los esfuerzos de Wert para derribar la cultura de este
triste país y para aprobar la LOMCE: teme la libertad de espíritu, la
sensibilidad, la conciencia crítica y la empatía con que el arte ilumina a la
ciudadanía y la engrandece. Yo, desde luego, no voy a permitir semejante
agresión a la democracia. Seguiré creando. Seguiré inculcando valores. Seguiré
luchando junto a aquellos que conmigo se vengan a las calles. No se me ocurre
otra manera de rendir homenaje a mis antepasados y a Miguel.
En el huerto de Miguel, sentada bajo su higuera preferida,
donde escribía y recibía a sus amistades.
Para acabar, aquí les dejo dos poemas donde se aprecia la
impronta del poeta-soldado:
Habibi
Se me cuaja la sangre
cuando veo
la rosa de tus labios encrespada;
y es mi sangre un helado de granada,
y es tu rosa mi más firme deseo.
Me derrites con ese bamboleo
de leche con espuma desbordada;
y por beberla avanzo entusiasmada
como el polen directa a su apogeo.
Pero la timidez irreductible
que por costumbre sale de tu boca
el corazón me deja disgustado.
Y al no poder librarme de esa roca
una punta de acero, inamovible,
se clava como un pez en mi costado.
(De mi libro Construyéndome en ti.
Libertarias/Prodhufi. 1997)
Be Strong
HOY
me siento invencible
como
un viejo autobús
acelerando
a tope
en
los discos en ámbar.
Qué
pocos poderosos los emblemas
en
contra de la sangre,
los
halcones cegados por el odio
a lo
desconocido,
el
petróleo avanzando
sobre
estanques de luz.
Soy
un guerrero en busca
del
registro de héroes
para
inscribir su nombre,
un
bíceps musculoso estrangulando
prejuicios
y complejos,
una
nube metálica a punto de tormenta.
No
quiero un cementerio de ilusiones,
ningún
sueño surcado por las balas.
No
es la vida un juguete prescindible
que
podamos romper en nuestro cuarto
una
tarde con forma de tridente.
En
tu pecho se esconde
una
joya olvidada por las constelaciones más borrosas,
un
arpa nunca oída por caballos con crines de coral;
pero
sé que la pólvora devolverá los peces a las urnas,
porque
muy a menudo
te
sorprendo tocando
el
lomo de una estrella
con
la profundidad de un arrecife
sangrando
en tu mirada.
Destierra
de tu boca
los
bancos de escorpiones,
los
eclipses de rosas,
el
cetro de la cobra,
la
pira donde arden
con
tristeza de lámpara
tus
besos.
En
el fondo del mar la vida es menos dura,
asume
cada especie su papel con dignidad
de esfinge:
los
cangrejos recorren autopistas de plancton
de
espaldas al momento,
a la
erupción en pétalos del magma,
al
carrusel azul de la medusa;
y no
por eso emigran
a
mares más profundos que el olvido.
Extrae
de tus arterias
el
miedo a ser tú misma,
la
proa donde rompen tus deseos,
y no
permitas nunca
que
tu felicidad se ponga cárdena
a la
sombra de un tótem.
(De mi libro Napalm. Hiperión.
2001. Premio Hiperión de Poesía)