Antología. Juana Inés de la Cruz

jueves, 20 de febrero de 2020

La ciudad

La ciudad, Laura Villar. Liliputienses, Cáceres. 2019. 36 páginas.


  
En la última década, con la crisis de fondo, son muchas las obras que han dedicado sus páginas a la ciudad, especialmente novelas. En ocasiones, los autores barruntan un futuro de urbes abandonadas tras un éxodo masivo, debido al colapso de nuestro modelo económico (Cenital, de Emilio Bueso, 2011). Otras veces, las ciudades padecen recortes en sus servicios básicos, como la seguridad, empujando a la ciudadanía a una evacuación forzada ante el surgimiento de ordas vecinales embrutecidas por el desasosiego reinante; esa amenaza invisible, agazapada pero latente, que sólo se manifiesta de noche, la encontramos en Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun (2014). También se da el caso de villas renacentistas que, de manera insólita, se han quedado sin sol, por lo que la existencia de la gente transcurre entre sombras, iluminada por las hogueras o la luz artificial (Donde siempre es mdianoche, de Luis Artigue, 2018). Con estas tres novelas entabla un diálogo –casual, o no– el primer poemario de la joven Laura Villar (1992, Santiago de Compostela), titulado, precisamente: La ciudad (Liliputienses, 2019).

Si repasamos el historial de enfermedades y de síntomas del deterioro de las ciudades modernas, comprobamos que los versos de Villar presentan el mismo cuadro clínico. Veamos: Peligrosidad nocturna, Distopía apocalíptica

Los tiempos en que la ciudad aún respira
están a punto de agotarse.
Me pregunto si quedarán entonces los semáforos
como recuerdo entre los escombros […]
                            reflejo infiel
de los que un día cruzaban las calles. (Pág. 9)


Noche perpetua

Los únicos dispensadores de luz son de fabricación humana: farolas, focos, semáforos, pantallas de plasma, bombillas, mecheros, cerillas… Los poemas transcurren en la madrugada.

Tecno-capitalismo

“Las pantallas nos habían encerrado”. Villar no desaprovecha la ocasión de criticar en su libro los efectos nocivos de la realidad 2.0, la falta de empatía, de interacción, o el síndrome de ansiedad de conexión, que ha convertido a los humanos en una especie insomne. 



Añadamos –con trazo grueso– una nueva patología, cuyos orígenes se remontan a comienzos del siglo pasado: la alienación de las mujeres y hombres que viven en las grandes metrópolis. ¿Recuerdan la fotografía de Ramón Gómez de la Serna posando con su mejor amiga, un maniquí? ¿Y su novela Cinelandia? El célebre vate del Grupo del 14 denunciaba con ellas el artificio, la superficialidad que imponía el ritmo frenético de las nuevas tecnologías e ingenios mecánicos. Villar hace suya esta denuncia en los siguientes versos: “A veces me pregunto/si no seré acaso/ yo el maniquí dentro/del escaparate” (p. 22). De igual modo, los vecinos que salen en sus textos no ya sólo carecen de un nombre, es que ni siquiera representan un rol, carecen de un papel en el drama del resto, habitantes de un mundo de cartón-piedra donde, además, se ha destruido el tejido social por el uso de esas orejeras (móviles, tabletas…) que nos impiden mirar hacia los lados y ser conscientes de nuestra realidad física. Como resultado, las personas del entorno se reducen a ser “los figurantes de mi vida,/meros extras” (p. 16). Ligado a estos asuntos, Villar recupera otro motivo pretérito, en esta ocasión, del 98: el nihilismo. Los poetas de la última generación, nacidos en los 90 de este siglo en que estamos, no cantan con entusiasmo las bondades de los municipios. El mito de la urbe como espacio de enriquecimiento personal se ha devaluado. Así lo constatan obras como Liberalismo político, de Francisco José Chamorro, o Los días hábiles, de Carlos Catena (ambos en Hiperión, del 2018 y 2019, respectivamente). El descrédito de un espacio explotador consigue que la propia concepción del mundo entre en crisis: “tal vez a mis espaldas/la ciudad ya no lo sea,/o que las cosas solo existen/a través del que las mira” (p. 16). Volvemos a Shopenhauer, Baroja y Unamuno. Símbolos de la tiranía que ejerce el sistema sobre la ciudadanía, los semáforos y pasos de cebra obligan a los peatones a dirigirse en un sentido, a moverse en una dirección. Las señales de tráfico no dejan de ser un manojo de convenciones que coartan la libertad de movimiento de los transeúntes. Las farolas –por su parte– colocadas en las aceras por el gobierno local, son una modo de represión mucho más sutil, pues sugieren la presencia de amenazas en el terreno en sombra, en lo que no se ve; y con ello, activan nuestro cerebro reptiliano, que prefiere la seguridad del camino marcado.


Cerramos el capítulo médico con un motivo relacionado con los anteriores. En la ciudad deshumanizadadesnaturalizada, por tanto–, abundan el cemento, el hormigón, el cristal, el acero y el hierro; pero apenas queda sitio para unos cuantos árboles. Y aquí tenemos otra de las claves para comprender la poesía que se viene publicando ahora, cuyos autores buscan un sentido a sus vidas y un arraigo en la naturaleza (Ars Desciendi, de Jorge Riechmann –Amargord, 2018–; Autobús de Fermoselle, de Maribel Andrés Llamero –Hiperión, 2019); Barbarie, de Andrés García Cerdán –Rialp, 2015–; Dibujar una isla, de Verónica Aranda –Reino de Cordelia, 2017–; Las ramas del azar, de Constantino Molina –Rialp, 2015–; Ciudad sumergida, de Ariadna G. García –Hiperión, 2018–; El mirador de piedra, de Rubén Matín Díaz –Visor, 2012–; Árbol, de Esther Muntañola –Tigres de papel, 2018–; …).

La ciudad es un libro interesante por sus temas no menos que por su estilo. Laura Villar nos describe su ciudad hipervoltaica, eternamente sumergida en la noche, con imágenes de un moviliario urbano humanizado. No faltan las metáforas ni las comparaciones. Tampoco los tímidos conatos de poesía visual (como el hermosísimo poema de la página 28, dedicado a las farolas, formado por versos tetrasílabos que evocan la esbeltez del alumbrado público). Llama la atención la presencia en cada página de dos textos: en prosa y en verso, complementarios desde un punto de vista semántico.

Poemario inquietante como el espacio que describe, el unico reparo que se le puede poner es su brevedad. Tiene poco más de 400 versos. Y da la impresión de que no agota el tema que trata. Por ejemplo, se confiere a la urbe un poder destructor (“…aprieta con sus brazos/de carretera infinita,/aplasta a las masas/entre mares de cemento” p. 12). ¿No podía haber desarrollado la autora otros temas colaterales como la ausencia de espacios verdes, el recalentamiento global o la contaminación? Se me ocurren otros motivos que podrían franquear la puerta de lo articulable. Esa humanidad “apagada” que se nos nombra, ¿a qué debe su muerte en vida? ¿Acaso no trabaja hasta altas horas de la noche en colosos de hierro? Una ocasión perdida para hablar de la precarización laboral.

Así y todo, los fantasmas que transitan el libro (“figurantes”, “masas”, “los que” se encuentran apagados) dan una buena idea del mensaje inicial de la autora: las ciudades están amenazadas de derrumbe. No deja de ser sintomático que –a excepción del sujeto que enuncia y su amante– sólo posee vida la ciudad, que se la transfiere a sus órganos y miembros (farolas que sudan; semáforos con sangre, cansados; luces que se esconden…).

Preciosa la cubierta del libro, que invita a su lectura, en especial en estas largas noches de verano y de insomnio.      

Esta reseña fue publicada por la revista Turia en diciembre de 2019.
 

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