Antología. Juana Inés de la Cruz

sábado, 9 de julio de 2022

Sinsonte

Sinsonte, Walter Tevis. Traducción de Jon Bilbao. Impedimenta, 2022.

 

Walter Tevis publicó Sinsonte en 1980, apenas cuatro años antes de morir de cáncer. Esta novela distópica fue nominada al premio Nebula a la mejor obra de ciencia-ficción publicada entonces en los Estados Unidos. Es decir: el lanzamiento del libro se produce en un momento histórico en que la Humanidad vislumbra su aniquilamiento por el auge de las tensiones políticas entre los bloques OTAN-URSS y vive atenazada por el miedo nuclear; así como en un periodo vital sensible para Tevis. Historia y biografía, por tanto, dejan sedimientos en Sinsonte que reconocemos a ojo, convirtiendo la novela en un clásico.

 

Hay otras huellas en él, de corte literario. Las deudas que contrae con respecto a Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; 1984, de George Orwell; y Un mundo feliz, de Aldous Huxley, son evidentes. Tevis toma de ellos varias ideas: en el futuro se erradica la lectura para evitar la infelicidad, desaparen los espacios urbanos propicios a la conversación, se prohiben las parejas estables y la convivencia, se fomenta el uso de drogas y narcóticos, se destruye el pasado, se reduce el léxico y se limita el ámbito del pensamiento, los murales televisivos se extienden en el ámbito doméstico…

 

Con todo, esa humanidad embobada que pinta el escritor californiano a mí me recuerda más a la que describe H. G. Wells, un siglo antes, en La máquina del tiempo.

 

La novela se localiza en el Nueva York del siglo XXV. En esas fechas, la demografía humana ha descendido hasta los raquíticos 19 millones de habitantes. Los robots se encargan de mantener con vida a los supervivientes (dotándoles de comida y ropa). Esa sociedad futura viene regida por una serie de principios como el Individualismo y la Intimidad, que prohiben tanto la amistad como las relaciones afectivas. (El sexo rápido, en cambio, sí está bien visto, y hasta de protege.)

 

Vayamos a la trama.

 

Un narrador omnisciente en tercera persona nos presenta a los personajes protagonistas. A saber: Robert Spofforth, un robot Máquina 9 que ostenta los más elevados cargos no ya en Manhattan, sino en el planeta; y Paul Bentley: un profesor universitario que ha aprendido a leer por su propia cuenta visionando películas mudas.

 

A partir de aquí, Paul se convertirá en paranarrador del relato. Con un estilo directo y conversacional (no en vano, se dirige a una grabadora para dejar constancia de su vida en una especie de diario), dará testimonio de su tiempo: de las inmolaciones colectivas en restaurantes, de la ausencia de niños y adolescentes, o de la desaparición del concepto “familia”. Será en un paseo, precisamente, cuando conozca al único espíritu libre que mora en Nueva York: Mary Lou Borne, una treinteañera que vive en un zoo. Esta mujer al principio lo desconcierta y luego le fascina por su desafío a las normas. De hecho, se trata de una versión adulta de Clarisse McClellan, la joven que desafía las convenciones urbanas en Fahrenheit 451.

 

Durante las siete semanas que dura su convivencia (inflingiendo las leyes que prohiben la cohabitación y la Intimidad), ambos experimentan una felicidad sin fisuras. Su sintonía y confianza avanzan a contrapelo de las normas. El sexo que mantienen no sólo satisface una necesidad física, sino emocional. Se quieren.  En este tiempo, además, él la enseñará a leer. Juntos descubrirán sensaciones nuevas, sentimientos vedados. Tendrán afinidades con otros individuos, con los que compartirán ideas. (Recuérdense varias escenas protagonizadas por Montang: cuando lee poemas ante las amigas de su esposa; cuando conversa con su capitán sobre las consecuencias nefastas de la literatura.)

 

Pero nada perdura. Spofforth separa a la pareja por su desacato al dédalo de leyes. Y con este giro de guión arranca la segunda parte.

 

A partir de aquí tendremos dos paranarradores: Mary Lou, que escribe su diario; y Paul. Sus tramas se suceden en largos episodios alternos. Ella convive con el robot Máquina 9, quien está enamorado de ella. Paul, por su parte, se convierte en un recluso. Trabaja en un campo de cultivo próximo al mar, abandonando semillas bajo la estrecha vigilancia de los androides.

 

No voy a seguir desgranando el argumento. Sólo diré que Sinsonte es un canto al amor en sus múltiples manifestaciones (propio, pareja, amistad, mascotas). Walter Tevis nos alerta en su libro de los riesgos de la desaparición del lenguaje (1984), de la anulación de la empatía (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) y de la sociedad del mero entretenimiento (Fahrenheit 451); y a su vez nos convoca a la resistencia.

 

Teniendo el cuenta el rumbo que ha tomado nuestra sociedad (qué felices que somos con nuestras plataformas, con ese escaso tiempo que tenemos para compartirlo con alguien, con nuestra ignorancia política…), parece apropiado leer Sinsonte. Que nos recuerden todo lo que podemos perder, pero también qué es lo que necesitamos para sobrevivir como especie: ese amor al que aludía antes.    

 

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