Pulso solar, Diego Vaya. Accésit del premio de poesía “Jaime Gil de Biedma”. 2021.
La pandemia ha puesto sobre el tapete el viejo tópico romano del memento mori. Nuestra sociedad llevaba decenios enmarcando la muerte y la enfermedad en las pantallas de cine, como si los virus fuesen creación de guionistas, y no un remedio del planeta para mantener a raya la natalidad de nuestra especie. La Covid 19 ha recordado a los grandes poderes empresariales que somos finitos, que existen la vejez y el dolor, que la acumulación de posesiones no frena el avance de los coronavirus, que ninguno está salvo de engrosar esa lista en la que aparecen nueve millones de nombres con su pasado a cuestas.
Somos frágiles. Los videojuegos nos hacen soñar con que disponemos de un número inagotables de vidas, pero nada más lejos de la realidad. La industria del entretenimiento nos ha convertido en héroes capaces de cualquier proeza, menos la de mirar dentro de nosotros para saber quiénes somos y hacia dónde vamos. Valientes ignorantes.
Pero no todo el mundo se ha derramado hacia fuera. El poeta Diego Vaya ha ingresado en las filas de Visor con un hondo poemario de corte existencial. De tono meditativo y espíritu elegiaco, Pulso solar avanza en equilibrio entre dos polos: el amor hacia el hijo (símbolo del futuro) y el amor a la madre (símbolo de la pérdida). La voz que enuncia se sabe un naipe efímero, un eslabón en una cadena de muertes. Pero no por ello sucumbe a la desesperanza. La conciencia del fin le da una perspectiva celebratoria desde la que contemplar el mundo. Así, la degustación de una fruta compartida con el hijo, el aprendizaje de la lecto-escritura suponen hitos en la vida de un padre anclado a su presente, al goce del instante (“yo no quiero que esto acabe”). No obstante, este carpe diem carece de jovialidad. La alegría es serena. La vida tiene un plazo, y la asunción de ese límite tiñe de melancolía los placeres domésticos: “Pero no volveremos. Y no puedo/ entender que aquí acabe tanto amor” p. 17).
Pulso solar conmueve por su intimismo. Fácilmente dejamos que nuestras emociones se deslicen por un tobogán común.
La felicidad da paso a la tristeza en la segunda parte del poemario, dedicado a la madre (“qué sueño de agua rota/ nos separó por siempre” p. 27). Pero así como el hijo es la esperanza, el sujeto que enuncia se debe a la memoria de los predecesores, cuyas llamas aún perviven en él: “Y tal vez esto sea amar la vida:/ hacer que quienes amo perpetuen su viaje/ dentro de mí: regresas”.
De estilo claro, sin complejos alardes retóticos, no faltan en el libro alusiones cultas a Francisco de Quevedo y a Pedro Calderón de la Barca:
“…y cuando al fin mi vida se termine
quiero seguir quemándome en tu boca
hasta ser, aire en aire, respiración o voz
de un fuego que jamás se apagará” (p. 21)
“…donde no pueda nunca saber si estoy despierto
o si hay algo real” (p. 40)
Y es que en la cuarta sección de Pulso solar se encuentran los textos más extremecedores, aquellos que interrogan sobre el sentido de la existencia, aquellos que destilan “el dolor y el miedo” ante lo inexorable, aquellos que nos hablan de que estamos de paso.
En apenas 20 poemas que suman 458 versos Diego Vaya ha concentrado la esencia de su lírica. No es necesario más. Con sus versos rotundos, hermosamente cincelados, el poeta hispalense se ha alzado con un accésit del premio “Jaime Gil de Biedma”. Una buena forma de permanecer y de que la vida no se olvide de ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario