Antología. Juana Inés de la Cruz

jueves, 20 de junio de 2019

Día Internacional de las personas refugiadas

 


Blace






Gimoteos en el andén, ruido de armas. Llegó el tren que habría de deportarlos, con su largo suspiro. Cientos de familias rotas, con el rostro hinchado, envejecido, sin otras pertenencias que lo puesto, esperan a que permitan subir a los vagones, donde el frío huele a madera podrida. Van llenando el espacio con sus cuerpos, se extienden como un río silencioso, de agua negra, helada. A una orden, las puertas se cierran. La locomotora parte dejando atrás sus vidas. Aunque muchos se conocen, son vecinos o antiguos compañeros de trabajo, no se relacionan, cada cual se sumerge dentro de sí, buscando el calor de sus propios recuerdos; frotando palos y piedras dentro de su mente, para encender un poco de futuro. Cruzan la noche, pero ninguno duerme, ni siquiera los niños.
Los Mehrabani comparten vagón con otras dos familias. Un muro de silencio los separa. Es tanto el miedo, que nadie se pregunta a dónde van.  Prefieren contemplar los campos, las montañas, las tierras de sus padres en penumbra, a través de las ventanas. Muchos ni miran. Sus nervios se endurecerían como árboles.
El viaje hacia el exilio dura casi una semana. La madre aprieta a sus hijos contra ella, conteniendo sus vidas para no perderlas, como la de su esposo. Se niega a recordarlo, a recrear su imagen por la casa, por la ciudad; pero no puede: su piel tiene memoria. 
A medida que transcurre el tiempo, sus hijos se retraen cada vez más. El niño, de siete años, señala los objetos que le asombran o asustan; sin nombrarlos. No cree en las palabras. La niña, de nueve, hace días que no come los mendrugos de pan endurecido que les arrojan los soldados. Vive en su propio mundo, del tamaño del miedo.
A los abuelos los inquieta su hijo. Se lo imaginan escondido en los montes, aterido de frío y combatiendo junto a los rebeldes. Ignoran que se ha enamorado de una joven guerrillera con la que defiende a tiros el Peloponeso, y con la que descubre el sentido de su lucha, de su vida y de su cuerpo, cada noche, dentro de una trinchera.
El tren se detiene, de pronto, en medio de la nada.
Sus puertas se abren a la claridad de un territorio extranjero.


Descienden silenciosos, atemorizados, y lentamente comienzan a caminar por las vías muertas. Las ametralladoras les indican la dirección de la marcha. Muchos ancianos tropiezan, pierden el equibrio, caen sobre las piedras, pero nadie se para. Los soldados se encargan de ellos. Gritos, llantos a espaldas del pueblo que camina con pasos inseguros, cansados y torpes, hacia la frontera. Cuando la alcanzan, los recibe una verja cerrada. También las miles de personas que aguardan en el barro antes que ellos. Todos están desnutridos, visten harapos. Sus ojos ya no arden, lo mismo que los suyos; sus labios agrietados hace meses que tampoco sonríen.
Pasa el día. Las constelaciones cambian de lugar, se mueven por el cielo. Frente a las verjas, hasta el aire se para.
Pasa la noche. El ejército macedonio reabre la frontera a los miles de refugiados que han dormido al raso.
Enseñan documentos, relatan su detención. A cambio, les realizan un examen médico, les dan varias piezas de fruta.
La mala noticia la reciben en cuanto entran al campamento. Está saturado. Sólo podrán permanecer unos días. Desde allí serán evacuados a los campos que ha levantado la OTAN en los alrededores. Las familias, aterrorizadas, se reagrupan, se abrazan y se juran que nadie los separará.    



Brazda




Pasaron tres días. La policía macedonia reunió, bajo la lluvia, en el centro del campamento a miles de refugiados. Los informó de la llegada de varios trenes procedentes de Atenas, de los altercados en la frontera, de la nula capacidad de las instalaciones para atender a todos, del colapso del abastecimiento, del hambre, de la insalubridad. Ellos escuchaban sus razones, las comprendían, pero lo que no entendieron nunca fueron los gritos, los insultos y los golpes que las acompañaban.
Subieron en autobuses de chapa oxidada, destartalados. Los niños y los ancianos, por un lado. Sus familias, por otro. Según las autoridades, la flota se dirigiría a Brazda, a unos diez kilómetros de allí. Rugieron los motores con menor insistencia que el temor que tenían los hombres y las mujeres a perder el contacto visual con el primer convoy.
Baches, hoyos, charcos.
A los pocos minutos, finalmente, se desintegró ante ellos.
Sara Mehrabani, con su pañuelo atado debajo del cuello, siguíó las huellas de los neumáticos, trazadas en el lodo, hasta que accedieron a una carretera local, y desaparecieron. Intentó incorporarse para preguntar al conductor, para interrogarlo, para exigirle explicaciones, pero su cuerpo temblaba. Sollozó. Lloró. Bramó. Su boca abierta, forzada, era un agujero negro que absorbía la luz del mundo, en el que cabía la angustia y la pena de todos los condenados del barzaj y del purgatorio.
Su convoy se detuvo en Skopje, la capital.
Para entonces, sus hijos y sus padres ya habían descendido de su autobús y habían caminado por un sendero de piedras hasta el perímetro de su campamento, acordonado por una alambrada de espino y vigilado por centinelas armados de la OTAN.
Ella encontró alojamiento en un hogar humilde. Parada en medio de su pequeña habitación, pensó en la soledad de su casa. Se dejó caer sobre el edredón. Gimieron los muelles. Dónde estaba su familia... Dónde, dónde.
A ellos se les asignó una tienda militar, en la que convivirían con otro matrimonio, algo más joven, y con sus cuatro hijos. Volvían a hacer de padres, pero esta vez, lamentaban el hecho y la falta de fuerzas.

     
  

Stankovic I




Les cortaron el pelo. Les llenaron la vida de rutinas y de horarios. Había que inundar ese vacío por dentro de la piel. Enormes filas para el aprovisionamiento de víveres: algo de queso, pan. Sólo cuando llegaba la Cruz Roja se les abastecía de carne, pescado en conserva, galletas, azúcar, miel, arroz, pasta, raciones precocinadas, leche y pastillas potabilizadoras.
Largas colas para el uso de las letrinas, para la atención sanitaria, para las entrevistas con los equipos de evacuación, para todo, siempre: una fila de tiempos detenidos.
La naturaleza se empeñaba, también, en que no se perdieran en su propia oscuridad, en que no desapareciesen por el interior de sí mismos. Tormentas, granizadas. Se inundaron las tiendas, se hundieron los toldos, se embarró la ciudad. Las riadas arrastraron las pocas pertenencias que tenían. Pero dejaron una: su instinto de supervivencia. Crearon turnos de limpieza e higiene. Lo reconstruyeron todo.
El abismo de los niños, sin embargo, amenazaba con perpetuarse. Ni siquiera los juegos improvisados iluminaban su fondo. Zareen Mehrabani, una mañana, se sentó a una mesa diminuta en el puesto médico. Todavía seguía sin comer. Su cuerpo: delgado, aplastado por la consternación y la tristeza. Tendría que librarse de ese peso. Una sonriente voluntaria le dio un estuche de pinturas, le abrió un bloc de dibujo por la primera página, y luego se marchó. La niña, en la intimidad de la tienda, alejada del ruido constante del campamento, de las patrullas de los soldados, de la vida de los adultos y de sus obligaciones, tomó las ceras y se enfrentó al papel. A los pocos minutos, la médico sostuvo a la luz de la ventana de plástico el dibujo de un hombre tendido sobre un charco de sangre. A lo largo de la semana pinchó en un mural de corcho otras seis escenas: gente corriendo en la noche, un avión disparando, un tren atravesando la tierra, un rostro de mujer, un hospital ardiendo, una familia de siete personas.
Comenzó a ganar kilos. 


Capítulos de mi novela Inercia, Baile del Sol, 2014

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario