Defensa de las excepciones, Andrés García Cerdán. “Premio de Poesía Hermanos
Argensola”. Madrid, Visor, 2018. 64 páginas.
Pertenezco a ese número de
hombres
–no tan distintos en verdad,
sino tal vez con cierta
tendencia a los milagros,
al lujo, al desencanto–
que han hecho del oficio
de libertad su distinción. Los
que huelen
en el aire un peligro
y lo celebran.
Los que dicen que no,
que ellos no.
Los que miran con otros ojos
una misma ciudad. Los que
predican una forma oblicua de
vivir.
Andrés García Cerdán ha
cincelado, libro a libro, con paciencia artesana, una obra diferente y
claramente reconocible a sus lectores. Desde La sangre (“Premio Internacional de Poesía Ciudad de Almuñécar”,
Valparaíso, 2015) ha ido ensanchando su obra desde un centro donde, además de
la música (leit motive desde sus
primeros libros), laten la celebración de la existencia, la defensa ecológica y
la denuncia de la política internacional. En tres años ha abierto una grieta
por la que meterse en la siempre tan cara lírica patria, cavando un auténtico túnel
bajo tierra por donde truenan poemas de alta intensidad. Junto al poemario
citado, Barbarie (“Premio Alegría”,
Adonáis, 2015) y Puntos de no retorno (“Premio San Juan de la Cruz de la Academia de Juglares de Fontiveros”,
Reino de Cordelia, 2017) han convertido a su autor en uno de los más solventes
poetas del último lustro. En estos libros leemos textos maravillosos como “Skaters”,
“El árbol del polígono” (La sangre),
“Ludus magnus”, “Los bárbaros”, “Fresas”, “Arroyos”, “Correr en la cinta” (del
colosal Barbarie), “Las
apisonadoras”, “Barro” o “Rebeco” (Puntos de no retorno). A esta representativa colección habría que añadir: “Los otros”, “Guerreros comanches” y “Sarcófagos
de halcón”, pertenecientes a su nuevo trabajo: Defensa de las
excepciones (“Premio Hermanos Argensola”,
Visor, 2018). Hablo de poemas donde se aprecia un gran dominio técnico (Andrés
maneja el encabalgamiento abrupto con la misma eficacia que fray Luis), un
compromiso humano con su tiempo y un diálogo con la literatura previa; de
textos que responden a esta estética:
Una y otra vez, sucumbirás
a la corriente desbocada
del río del lenguaje.
Oirás dentro de tu sangre
la lujuria y el canto.
(“Miserias”, La sangre)
En Defensa de las excepciones reconocemos el porte de su autor, tanto en los poemas
mencionados como en “Sobre el error”, “La incertidumbre”, “Los nuevos
evangelios” o en el texto que da título al libro. Andrés dedica sus mejores
composiciones a la defensa de la naturaleza (al comanche que “se entrega a la
lujuria de los prados”, al amor del halcón que electrifica el aire), a la duda existencial (“y nada/ hay que sea
certeza o solidez”), a la reflexión metaliteraria (aspira a “ver más lejos que
el resto de los hombres/ y más profundo”) o a la indagación personal (“Soy/ la
posibilidad en su estado más puro”).
Me gustan menos los poemas de cuño
prosaico, como “Noticias de Dios” o “Lectura de poesía polaca”. No faltan los
homenajes a artistas (marca de la casa). Pero en los dedicados a John Lennon,
Dylan y Anne Sexton andamos lejos de las alusiones culturalistas, envenenadas
de música y de literatura, con las que describía el mundo de bares y garitos (“Velvet
blues”) en La sangre; lejos también de la actualización del tópico clásico
del tempus fugit, simbolizado en
una camiseta de los Ramones (en Puntos de no retorno).
No obstante lo dicho, Defensa
de las excepciones es una mina. El lector
encontrará en sus páginas vetas diamantinas ocultas en las sombras, sobre todo
cuando: “Algunos versos caen al poema/ a plomo,/ como caen los acantilados”.
De entre todas sus piezas,
sobresale –para mi gusto– el fantástico himno que abre el poemario (transcrito,
en parte, al comienzo de esta reseña), pórtico perfecto para una antología (“Contra
todo, este mínimo artefacto de amor”). Y es que ya son nueve los libros que
Andrés ha dado a imprenta. Una buena selección de sus textos puede ser una
estupenda compañera para mostrarnos el mundo, para dinamitarnos por dentro,
para despertarnos. Leerle tiene consecuencias individuales (abre ventanas a la
verdad de nuestro tiempo, señala sus mentiras, nos ata al presente), y en ese
sentido, sí nos espiritualiza: nos
recuerda (como buen neoepicureo)
que estamos en La Tierra “aquí y ahora”.
Esta reseña ha sido publicada por la revista digital Oculta Lit. Original, aquí.
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