Antología. Juana Inés de la Cruz

domingo, 5 de febrero de 2017

Los trescientos escalones

Los trescientos escalones, Francisca Aguirre. Bartleby Editores. Lectura de Marta Agudo. 2012. 117 páginas. 13 euros.
 
Luis García Jambrina rescató a los poetas que quedaron en medio de la “promoción del 50” y de los “novísimos” agrupándolos en una nueva: la de los sesenta. Es, por tanto, una promoción surgida con carácter retroactivo y en oposición a las promociones ya consagradas. La nómina de poetas que la integran es prolija, destacando los nombres de Antonio Gamoneda, Francisca Aguirre, Féliz Grande, Julia Uceda, Rafael Guillén, María Victoria Atencia, Jesús Hilario Tundidor, Joaquín Benito de Lucas, Joaquín Marco, Dionisia García, Vicente Núñez o Diego Jesús Jiménez. Ya desde hace una década, asistimos a un proceso de revalorización de estos autores, cuya obra supone un avance en la línea abierta por los poetas del medio siglo y un punto de referencia obligado en el camino hacia las nuevas formas de entender la poesía que practicaron los autores venecianos. Esa puesta en valor no se entendería sin el cuidadoso trabajo de editoriales como Cátedra, Bartleby, Calambur, Hiperión, Salto de Página, Renacimiento, Pre-Textos, Visor o la Fundación José Manuel Lara, que recientemente han difundido la obra de muchos de los autores citados. Entre ellos destaca, por la frescura de su voz y por la vigencia de sus temas, Paca Aguirre. 
En el año 2012 Manuel Rico, en calidad de director de la colección de poesía, y Pepo Paz, como director de la editorial, tuvieron a bien reeditar en Bartleby un libro de poemas maravilloso, Los trescientos escalones, Premio Ciudad de Irún allá por 1976. Nadie diría, al leerlo, que la obra tiene 41 años. Por él no ha pasado el tiempo. “No me digáis que no es posible/…/ No me digáis que no”. La “tozuda locura” de Paca Aguirre parece nacida tras el 15 M, con cuyo emblema casa: Sí se puede. En cierto sentido, las circunstancias políticas de los años 70 y de los tiempos que corren son análogas: asistimos a un cambio, vivimos en la incertidumbre de un tránsito. Entonces se soñaba con la democracia, hoy luchamos por hacerla real, por perfeccionarla. En Los trescientos escalones asistimos al encuentro de una lírica próxima a la tradicional (estribillos, anáforas, paralelismos, correlaciones) con una lírica rica en refencias culturales. Así, abundan los guiños a Antonio Machado, Pablo Neruda y Gustavo Adolfo Bécquer, junto a las alusiones a Mozart, Beethoven, Olga Orozco, El Quijote, El Astillero, la princesa Ariadna y una cuasi cita del Polifemo. El libro es la aleación resultante de la mezcla de la honda reflexión existencial, con el compromiso ético y la recuperación de la memoria. La poeta oscila entre el abatimiento y el desafío. Si la vida, en ocasiones en una vía muerta donde no ocurre nada, otras veces se convierte en un arma para transformar el mundo (“Ya nada podréis,/ porque la fuerza no estaba en vosotros,/ estaba en mi debilidad” de Ya nada podréis; “qué osadía tan irremediable, qué desatino necesario/ éste de trasmitir la vida boca a boca,/ de defender al árbol como a un hombre/…/ y defenderlo…con sílabas, palabras./ Palabras nada más, ayes, quejidos./ Qué oficio, hermanos míos, qué tarea./ Qué oficio tan humilde y ambicioso,/ qué meta inalcanzable,/ qué hermoso oficio/ para dejarse en él la vida entera” de Oficio de tinieblas). Los trescientos escalones suponen una encrucijada de senderos, algunos conducen a la realidad exterior –dolorosamente actual–: “Señor, qué vida la de algunos, tan escasa,/ tan reducida a una maceta/…/ y allá afuera, el gran supermercado,/ la abundancia, el exceso”; otros, constituyen un ejercicio de introspección, de mirada hacia adentro, para buscar asideros y arraigo en el disfrute de una tarde, de la música, de la hija, de los amigos, y en la memoria familiar (tremendo –y precioso, a la vez– el texto que dedica a la madre, El último mohicano;  
y enorme poema el que da título al libro, poema que rememora el exilio de su familia al estallar la Guerra Civil, y donde rinde tributo a la figura de su padre: Lorenzo Aguirre, pintor modernista y Jefe Superior de la policía de Madrid durante la República; ejecutado por el gobierno franquista en 1942). La lírica de este poemario es altamente eufónica, abundan las aliteraciones de líquidas y sibilantes. Además, el libro está salpicado de hallazgos sinestésicos (“Miré la música”, “córnea melodiosa”), metafóricos (“El corazón –un gong de sangre–”), simbólicos (“Se eleva el día como un mar apagado,/ una extensión de agua deprimida/ que roza las ventanas con una pobre espuma./…/ Qué día submarino se avecina”) y paradógicos (“Son un ejército de nunca apelmazada”). Paca Aguirre es uno de los poetas más importantes de su generación, de lectura imprescindible. Sus versos tienen mucho que decirnos.    

  

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