Antología. Juana Inés de la Cruz

jueves, 24 de noviembre de 2016

Épica de raíles





 
Épica de raíles, Verónica Aranda. Devenir. Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana. 79 páginas. 2016.



Verónica Aranda (Madrid, 1982) lleva más de una década viajando de un país a otro, de un poemario a otro diferente, arrastrando de una oscuridad a otra de su cabeza los muebles de las emociones y del pensamiento. En once años ha publicado diez libros de poemas (Poeta en India, Tatuaje, Alfama, Postal de olvido, Cortes de luz, Senda de sauces, Café Hafa, Lluvias continuas, La mirada de Ulises y el libro que presentamos hoy: Épica de raíles. También ha posado para los fotógrafos de varios premios (Joaquín Benito de Lucas, Antonio Carvajal, Margarita Hierro, Adonáis, Antonio Oliver Belmás, Arte Joven de la Comunidad de Madrid e Internacional Miguel Hernández-Comunidad Valenciana); así como ha jugado por un tiempo a ser otro, se ha probado su vida como una nueva prenda con la que protegerse de la costumbre, la inercia de los días, los fechadores parados en seis números pese al paso de las estaciones (Claros, del poeta luso António Ramos Rosa). En una década, paisaje y sentimientos han girado en las manos de Verónica, han hecho escala en sus versos. Cada poemario de la autora es un carrete de hilo que nos une a un lugar o que nos zurce los rotos que dejó la nostalgia. Con el tiempo, las experiencias se alejan, disminuyen poco a poco en el retrovisor de la memoria, por eso Verónica recurre a la añoranza: lupa que aumenta los recuerdos para mirarlos bien. Por tamaña empresa, acaba de ser incluída en la antología Re-Generación, elaborada por el profesor y crítico José Luis Morante.

Épica de raíles nos ofrece una hermandad de palabras dispuestas a proteger al recuerdo del olvido. Las espadas defensoras han sido sustituidas por imágenes potentes, de gran plasticidad: “La noche es una herida de colmillos de mono”, pero el resultado es el mismo: la preservación del cáliz de la experiencia vivida.

El libro se divide en cuatro partes. Selva es, sin duda, la más sensual. El título remite a un doble significado geográfico y simbólico: a la India y a América, pero también a los cuerpos enredados lo mismo que lianas (“Me acaricias la nuca, se abren paso/ las yemas de mis dedos por tus ingles”). Épica de raíles, por su parte, es una suerte de road movie poética a bordo de trenes. El sujeto lírico realiza un viaje iniciático (“Vine también a sondear mis límites”). En el trayecto, anota meticulosamente la vida que contempla alrededor. Así, abundan las descripciones costumbristas de ambientes y de escenas localizados en la India. En esta sección aperece el motivo del doppel, la mujer que protagoniza los textos se desdobla, se observa desde fuera como si se tratara de un elemento más del paisaje. Su silueta se recorta sobre maizales, campos de bueyes, templos de Shiva… y hasta en una ocasión, sobre costas heladas argentinas. Canícula, a su vez, se centra en el Caribe (Cuba, Puerto Rico). La autora apela a sentidos de los lectores con alusiones a caricias, al aroma del café, a bodegones de cocos, o a rumores de océano, pregones y ladridos. Con Azul glaciar se cierra el poemario. Sobresalen los textos dedicados a personajes concretos: una matriarca (Estirpe), un mendigo que pela mandarinas (Ártica).

“Nada tiene coherencia”, dice el sujeto que enuncia, pero el libro desmiente esa premisa. La mirada que alumbra el escenario del mundo va tejiendo una manta de calidez y asombro. El motivo de la expedición, además, es una constante en la obra de Verónica. Su bolígrafo abre rutas sobre el papel para que nos busquemos en los viejos asientos de madera de trenes de vapor, en cafés y en senderos, de Japón a Marruecos, o de la India a Cuba.

Descorran las persianas, abran las ventanillas, átense los cordones. La vida es un viaje que con cada libro de Verónica acaba de empezar.        


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