Antología. Juana Inés de la Cruz

martes, 12 de mayo de 2015

Vergüenza


 

En unas semanas son las elecciones autonómicas y municipales, los partidos políticos han cerrado sus listas de candidatos entre sustos y sobresaltos de distintos colores. No hay quién se libre. En la sede de uno de ellos ha tenido lugar esta interesante entrevista entre un neófito en las lides políticas y la presidenta regional de unas siglas muy poco afortunadas.
–¿Qué estudios tienes, hijo? –Le mira con condescendencia.
–Básicos. Sólo poseo el graduado escolar. A mí, eso de los libros no me atrae, ¿sabe?
–¿Idiomas?
–El español. No necesito otros.
–¿Has salido al extranjero? ¿Conoces mundo?
–¿Que si conozco? Soy rico, señora. He recorrido el globo varias veces.
–Estupendo. ¿A qué te dedicas?
–Soy director de una multinacional.
–¿Y tus padres?
–Son grandes empresarios.
–¿También lo son tus hermanos, tíos y primos?
–La mayoría son magnates de la empresa privada, sí. 
–¿Te suena de algo la palabra vergüenza? –Entra de lleno en el asunto que más le importa.
–No, señora. Ni sé de qué me habla. ¿Qué es eso?
–Es la cumbre de la virtud moral. Las mujeres y hombres con vergüenza actúan con miras al juicio ajeno. Les importan las opiniones de los demás. Se preocupan por que sus actos públicos y privados se rigan por el código de honor.
–Pues siendo así, yo no tengo vergüenza.
–¿No?
–Qué va. A mí no me preocupa más que mi opinión. Y de hecho, siempre hago lo que me viene en gana, aunque eso signifique saltarme cada día las normas de convivencia.
–Fantástico, fantástico –da palmas–. Ponme un ejemplo.
–Muchos, si quiere. Cuando estoy entre desconocidos nunca acepto las opiniones de los demás y trato de imponer la mía propia, aunque eso signifique que hable de lo que no conozco.
–¿Y cómo lo consigues?
–Me presento en los cafés muy bien vestido, y hablo como si estuviese en una tribuna. Si es necesario, miento.
–Venga, majo, cuéntame otro.
–Revelo información confidencial de mis trabajadores, los trato de manera humillante, o les ordeno que trabajen hasta las tantas y sin cobrar un duro.
–Me encanta. Es verdad, no tienes vergüenza, ni dignidad, honradez o prudencia. Justo lo que ando buscando. Necesitamos hombres como tú.
–Muchas gracias.
–Dices que no escuchas a la gente.
–Dios me libre.
–¿Y qué harías si estuvieras en un parlamento autonómico, por ejemplo, una tarde de sesiones?
–Lo que mejor sé hacer, señora. Haría oídos sordos a todo comentario ajeno a mis opiniones, que son las únicas que valen. Si fuese necesario, alborotaría en la sala o insultaría al resto de parlamentarios.
–Tienes madera, hijo. No te lo voy a negar.
–Es un honor, viniendo de usted.
–Una última pregunta –clava en él los ojos–. ¿Para qué crees que existen las las autonomías?
–Muy sencillo, para aprovecharme de ellas.
–¿Con qué fin?
–Con el único posible –sonríe, avieso–: privatizar los servicios públicos, y enriquecerme aún más.
–Ni que te hubieran cortado a mi medida –le estrecha la mano, feliz–. Serás consejero de Sanidad o de Educación.

                                                               Fígara


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