Antología. Juana Inés de la Cruz

viernes, 10 de mayo de 2013

Siempre hemos vivido en el castillo

 

El terror puede adoptar distintas formas. Según los escritores que se acerquen al género, ese concepto abstracto podrá materializarse es una sucesión de escenas macabras o podrá sugerirse de un modo más sutil. Shirley Jackson, en la obra que la revista Time valoró entre las mejores de 1962, se decanta por el sabio manejo del terror psicológico, que evita el festival de vísceras y sangre, y en cambio, opta por la tensión escénica: por el conflicto dramático que enfrenta a los personajes. 

Narrado en primera persona por la adolescente Mary Catherine Blackgood, el libro acumula capas de terror y suspense como si fuera una pared varias veces pintada. La primera mano tiene un tono sombrío: nos dibuja el miedo de la joven a relacionarse con los vecinos de su pueblo, gris e insulso. La gente del colmado murmulla a sus espaldas, en la cafetería la invitan a marcharse, los niños la persiguen por la calle con tonadas burlescas. Mary Catherine, Merricat, sobrevive a este acoso recurriendo a la fantasía. Aislada en su mundo, trata de ignorar la envidia de sus vecinos; no en vano, pertenece a una familia ilustre, cuyos terrenos –cercados por una alambrada– se extienden “de la carretera al río”. La segunda capa de pintura ilustra el enclaustramiento en vida de su hermana Constance, joven delicada y hermosa. Los tonos, al principio, son cálidos como la repostería que prepara (tartas de gengibre, bizcochos al ron, pasteles), pero una mancha oscura se extiende hasta cubrir la tela del retrato: seis años atrás fue acusada del asesinato (por envenenamiento) de sus padres y tíos, y aunque fue absuelta, desde entonces le aterra salir de su casa o caminar más allá de los límites del huerto. Teme a la gente, su inquina irracional y sus prejuicios. La tercera mano que colorea el libro es gris como el vacío que trata de alimentar con su memoria el tío Julián, superviviente al crimen, pero postrado para el resto de su vida en una silla de ruedas. A él pertenece la reflexión más desgarrada de la obra, en torno a la muerte: “Es terrible ser viejo y limitarte a estar aquí sentado preguntándote cuándo va a suceder”. El cuarto y último brochazo ennegrece el lienzo hasta eclipsarlo todo. Durante seis años, sobrinas y tío mantienen una vida regulada por el mismo patrón doméstico y por idénticos pensamientos mágicos (que van desde el entierro de objetos protectores, a la mención de palabras especiales), sus fronteras las delimitan los rosales y los albaricoques; del jardín para adentro, cada cual pone freno a su angustia recurriendo a una estrategia diferente: la cocina, la fantasía o la escritura. Pero su mundo cambia de un día para otro con la llegada a Blackgood de un extraño.  

Shirley Jackson nos plantea en su escalofriante novela varios interrogantes: ¿Es el miedo real? ¿Hasta qué punto somos esclavos de la mente? ¿Por qué nos paraliza el pánico? ¿Qué razón hay detrás de que cedamos nuestra autonomía a poderes externos? ¿Es maligno, por naturaleza, el corazón humano? 

Esta novela gótica, medio de terror, medio de fantasía, cautiva de principio a fin. La aguda mirada de Merricat, corrosiva e ingenua, que tan pronto ahonda en los abismos emocionales de su hermana y de su tío como relata las divertidas excentricidades de su gato Jonás, envuelve a los lectores y los lleva, con un ritmo in crescendo (desde un punto de vista emotivo-informativo), a un final delirante. Siempre hemos vivido en el castillo se disfruta de verdad. Que nadie tema hincarle el diente al libro. Su bella cubierta no matará las expectativas de los buenos lectores.

Publicada en La Tormenta en un vaso

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