Antología. Juana Inés de la Cruz

sábado, 15 de diciembre de 2012

Gritos verticales

  

Pocos autores hay que vean el mundo desde la mirada inocente de un niño, sorprendida, preñada de interrogantes, iluminada por las expectativas que la realidad despliega ante esos ojos inquietos, entregados como ofrendas a todo resplandor; y, que a la vez, escruten el orbe desde la mirada desgastada, frustrada de un adulto a quien la vida, en parte, ha decepcionado. Lorenzo Silva es uno de ellos. Lo fue Gloria Fuertes. Y Gracia Iglesias se suma a la pequeña nómina de escritores ambidiestros, capaces de abrir con idéntico pulso firme las puertas de la infancia y de la madurez.

Muchos lectores conocen su obra infantil, compuesta por los libros Mono Lolo, El mundo de Casimiro. Memorias de un saltamontes, El tren de los ronquidos, Los meagrada y Huevos y patatas. En ellos encontramos un inquebrantable espíritu de superación de los miedos e inseguridades que amenazan nuestros primeros pasos. Su fin es tallar hermosos seres humanos que crezcan sin complejos o que gocen de las cosas menudas.

¡Qué distinto son sus poemarios!

La luz cede paso a la noche, el día a las tinieblas.

En su creación lírica Gracia Iglesias nos muestra su cara oculta. Lejos quedan los pinceles bañados en colores. Sus textos son oscuros como entrañas.

Sospecho que soy humo, Aunque cubras mi cuerpo de cerezas, Distintos métodos para hacer elefantes y Gritos verticales son dardos que hieren el cuerpo de las propias creencias. La desmitificación de los valores en los que el Hombre suele depositar su fe derrumba las certezas, deshoja la flor que da sentido a cuanto contemplamos. 

Y el libro que mejor horada el suelo debajo de los pies es el último, que destaca por la plasticidad y crudeza de sus imágenes. Los poemas "Son las ardillas muertas y no las golondrinas", "Mis zapatos mojados", "Se ha curvado el perfil de la ciudad" y “Con ese abrigo viejo y esas botas” destacan dentro del volumen. Qué versos más rotundos. Se pueden masticar sus palabras. Nos sacuden por dentro con el vacío que sugieren. Pero es tan bello el temblor, que no importa sentir su sacudida.

Gritos verticales enfría la existencia como una noche de lluvia en pleno invierno. Su autora mira hacia el exterior de sí misma proyectando en la naturaleza su desgarro interno. El bestiario del libro está compuesto por animales (ardillas, gatos, pájaros…) que simbolizan la destrucción. El paraje helado que describe nos habla de un lugar inhóspito. El sujeto lírico del libro respira bajo la amenaza de la geografía circundante, así, el bosque de hielo y la ciudad parada, anclada, impiden el desarrollo completo de su personalidad. En consecuencia, el yo pierde su identidad y se desvanece por el sumidero “de las alcantarillas”.

Ni el hábitat ni el amor sirven de refugio a la voz que enuncia. Ambos se han convertido en una barra de hielo, fría y resbaladiza. La soledad se ve reflejada en el silencio del paisaje, así como en el monólogo dirigido a un destinatario a menudo ausente.

La protagonista de Gritos verticales nos revela una poética aplicable a todos los poemarios de su autora: escribe con rabia. La angustia emerge del fondo de sí misma, como un géiser, y luego guía sus dedos sobre la superficie del papel.




Esa misma pasión es la que pone Gracia en todos sus proyectos: ya sean performances, libros, cuenta-cuentos o la dirección del centro cultural Oropéndola, donde se multiplica por enriquecer la vida literaria y musical de Guadalajara.

Hoy más que nunca son necesarias personas como ella, vehementes, entusiastas, que realicen transfusiones de energía para descongelar los músculos que pretenden inutilizarnos.

Sus libros migran de espacios cálidos a regiones heladas, lo mismo que las aves. En esa alternancia de mundos, de miradas, de motivos y tonos, reside la grandeza de su vuelo. Sigan su trayectoria.

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