Antología. Juana Inés de la Cruz
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martes, 22 de septiembre de 2020
Inventar el hueso
Inventar el hueso. Olalla Castro. Pre-Textos, Valencia, 2019. 82 páginas.
Con apenas unos meses de diferencia, Olalla Castro se alzó con los premios “Antonio Machado en Baeza” y “Unicaja de Poesía”, gracias a los cuales publicó dos libros consecutivos: Bajo la luz, el cepo (Hiperión, 2018) e Inventar el hueso (Pre-Textos, 2019). Entre ambos media un abismo. El primero relata cuatro historias con predominio del verso endecasílabo. Comienza con narraciones épicas localizadas en el Ártico y en el lejano Oeste. Las restantes se sitúan en espacios cerrados (un hospital, una leprosería) que simbolizan las fuerzas de opresión hacia los débiles. El libro denuncia, siguiendo un orden cronológico (de 1845 a 1869), la violencia hacia las mujeres y su rechazo social, la ambición humana, la discriminación de los leprosos o los mecanismos patriarcales para quitar de la vista aquello que no gusta.
Inventar el hueso nos ofrece otra cosa. La voz de Olalla ha cambiado de estilo. Ha abandonado la narratividad por la reflexión, la Historia por la psique, y la mímesis del mundo por la creación de nuevos referentes generadores de una realidad que antes del poema no existía (Prado Biezma). Por ello, su obra es más compleja. Lo que no quiere decir que sea hermética. Ha ganado en niveles de lectura.
El libro se divide en seis partes, que giran en torno al tema de la identidad, el logos y la muerte. La poeta granadina se cuestiona problemas semánticos en cuanto a la deixis de persona. Los pronombres yo y tú son deícticos transparentes, que seleccionan a los participantes de un evento comunicativo (Luis Eguren). En teoría, ambos establecen un vínculo referencial con el entorno extralingüístico. Pero aquí chocamos con algunos obstáculos. Por lo que respecta al pronombre de primera persona, señala dos: la solidaridad refencial entre el yo de papel (sujeto discursivo que enuncia el texto) y el yo empírico (la autora), y la polifonía. En medio de la farragosa situación de la lírica española actual, propensa a la exhibición sentimentaloide, Olalla abre una brecha. Que nadie caiga en la tentación de pensar que sus textos son “ventanas” que la muestren. Ya nos advierte ella que ha levantado “cercos” que la oculten. Por otro lado, Olalla se cuestiona el carácter monologal de la conciencia:
…decir yo
es tratar de nombrar una hilera de ojos,
un collar hecho de huesos y de piedras.
Levantar la piel.
Rastrear las pisadas de las otras /…/
Dirimir cuántas voces
se han pegado a tu voz.
(P.13)
Lo advertía Batjin, todo discurso es dialógico, nuestra propia conciencia se construye con discursos previos. Nuestra identidad, por tanto es polifónica. Resuenan en nosotros otras voces. Reconocer esta deuda es un acto de generosidad, a la vez que supone una incertidumbre. ¿Dónde acaba la frontera entre mi pensamiento y el de los demás? ¿Dónde me acabo yo y empieza el resto?
Añadamos otra controversia que nos lanza Inventar el hueso. ¿Cuántos yoes nos conforman? Este era un asunto que le interesaba mucho a Juan Ramón Jiménez, para quien el hombre y la mujer son seres en sucesión (hacia la perfección): “¡Qué tesoro infinito de yos vivos!” Olalla también nos recuerda que estamos destinados a la transformación, al devenir, a “amasar a diario lo distinto”:
Esta fragilidad es lo que somos,
Heráclito lo dijo.
Pero seguimos empeñados
en invocar al sueño
con un sinfín de ovejas
que repiten cada vez un idéntico salto.
(P.17)
Entonces, en resumidas cuentas, ¿quiénes somos? Nos interpela Olalla.
Para nuestra congoja, el referente del pronombre decíctido de segunda persona tampoco está muy claro: ¿se trata de un destinatario externo? (“Es necesario un tú/ donde salvar la vida”), o ¿de un yo desdoblado por medio de un monólogo dramático? (“Vives aquí,/ respiras en mis huesos”). Su función es igual de ambigua (“baliza” que señala los peligros, “mano” que nos aplasta).
Como en la lírica de Juan Ramón y Miguel de Unamuno, el sujeto que enuncia en este libro establece un intenso —y emocionante— diálogo con su conciencia. Ahonda en sus conflictos, los comparte, nos traslada las dudas:
Y dices cada vez que nada de esto es mío,
que lo mío no existe.
Que siempre he sido el eco
y nunca la montaña /…/
Que ni en este dolor puedo estar sola.
(P. 28)
Inventar el hueso está salpicado de potentes imágenes (tierra, huecos, tumbas, huesos, zanjas, pendientes…) que nos remiten a un mundo subterráneo. Quizás puedan interpretarse como un descenso a la interioridad, como una experiencia extrema de indagación de los límites a través del lenguaje, o puede que sean símbolos de la muerte de todas las certezas.
En las secciones dedicadas a los deícticos opacos (nosotras, ellos), de imposible atribución de refentes externos, encontramos algún poema narrativo. Unos son de cuño costumbrista y están cargados de crítica (“Esperando escuchar”, “Estos dedos que bailan”, “Susurrando”). En ellos vislumbramos temas característicos de Olalla: la opresión a la mujer, su invisibilidad histórica, o la necesaria solidaridad femenina para resistir. El anonimato permite un homenaje general a todas las mujeres que nos han precedido.
Los segundos, en cambio, relatan una amenaza futura, con tintes épicos (“Ellos vendrán”, “Podremos defendernos”). Aquí, la opacidad de la deixis se vuelve angustiosa, puesto que ignoramos quiénes son nuestros enemigos. Tan solo conocemos algunos de sus rasgos, gracias a los símbolos que portan (pipas, plumas de nacár, tazas de porcelana), los cuales nos sugieren su alta posición social. Ahora bien, que dichos adversarios carezcan de un referente no significa que no posean un sentido (la amenaza, la muerte) ni para la emisora de los textos ni para las lectoras. Cada cual, de hecho, se hará su propia representación mental de los mismos según sea su íntima experiencia o su imaginación (Frege).
Como ven, no existen verdades absolutas en Inventar el hueso. Toda la realidad es una incógnita. Quizás lo único cierto sea el dolor ante la incertidumbre. De ahí las imágenes desoladoras que mencionaba más arriba.
Las dos secciones finales nos hablan, respectivamente: de la urgencia de descondicionar el lenguaje, de llevarlo al punto cero (José Ángel Valente dixit) para evitar que siga siendo un “fósil” de prejuicios heredados, o un “cadáver” semántico; y de la necesidad del dolor para avivar la conciencia y sentirnos vivas.
Olalla Castro se ha arriesgado por un nuevo camino estético en su último libro de poemas, y para conseguirlo ha entrado en la materia oscura de su alma. El resultado es un intenso y desgarrado canto de frontera donde la voz que enuncia entabla un combate con sus monstruos. Y nosotras, que se lo agradecemos.
Esta reseña ha sido publicada por Turia. Número 135. Páginas 518-520. 2020.
jueves, 17 de septiembre de 2020
Publico un artículo en El Cultural
No perderán el curso
Algunos piensan que si el alumnado no recibe clases presenciales desaparecerá por el interior de un agujero negro. Deben ser los mismos que no se han dado cuenta de que nuestra antigua realidad ha sido enrollada y guardada dentro de un armario. Un virus nos ha puesto del revés. Engrosan sus filas aquellos que niegan que los docentes hayamos trabajado a destajo durante el confinamiento. Cuando lo cierto es que somos la columna invisible que ha sostenido en pie a nuestros estudiantes, que les ha alentado y animado cuando renunciaban a nadar en un océano de incertidumbre. Porque nos importan, porque amamos nuestra profesión y queremos proteger la llama que titila en sus pechos. Ningún profesor disfruta con la teledocencia. Nos gusta el cara a cara, la complicidad, el vínculo mágico que nos une al grupo. Pero de recurrir a ella, ni supondría una catástrofe académica ni el fin de la civilización. Seamos serios. Maestros y profesores seguiríamos la programación de aula para dar el currículum, pero por otras rutas pedagógicas. ¿Cuántos alumnos que ya daban el curso por perdido se engancharon a la metodología on line, más creativa y orientada a la investigación? ¿Cuántos se centraron alejados de las tensiones del grupo? El decorado del mundo se ha venido abajo. Quizás sea ahora menos relevante estudiar el predicativo, que saber lo que sienten los alumnos: su pánico al virus, el desconsuelo por la pérdida de un ser querido, la angustia por el paro de sus padres. Esta pandemia lo está arrasando todo. Muchos adolescentes han caído en un pozo emocional. Y eso sí debería preocuparnos. ¿Alguien ha pensado en el modo de ayudarlos cuando los colegios e institutos vuelvan a abrir sus puertas? Van a llegar con sombras. ¿Quién los nutrirá de luz? ¿Y sabemos, acaso, si desean regresar a las aulas con el aumento de brotes? Gracias a la enseñanza presencial, los jóvenes evitarán un terremoto en sus relaciones sociales. Necesitan reforzar la individualidad fuera de la familia, tener otros adultos de modelo, liberar volcánicos torrentes de adrenalina y vivir experiencias memorables; todo eso lo garantiza un centro educativo. Pero para regresar a las aulas (y los docentes queremos), hay que adoptar medidas que garanticen la seguridad de todos. Y estas pasan por invertir generosamente en Educación: bajada de ratios, contratación de docentes, habilitación de espacios, establecimiento de turnos y, en último extremo, alternancia de la enseñanza física con la telemática (dotando de tecnología a los alumnos menos favorecidos, para cerrar así la brecha digital que amenaza con sacarlos del sistema). De lo contrario, comenzarán los contagios, regresará el confinamiento como una terca pesadilla, y con él los sentimientos de miedo, pérdida, dolor, impotencia y desesperanza de miles de alumnos. Los políticos pueden evitarlo. Deben enterrar su visión adultocentrista del mundo e interesarse por el porvenir de los niños y jóvenes. Lamentablemente, son cortoplacistas y delegan sus responsabilidades en quienes les sucedan. ¿Cambiarán? Sea lo que fuere, los claustros de la Pública nunca vamos a dejar atrás a ningún estudiante. Confíen en nosotros, y en sus hijos.
Este artículo fue publicado por El Cultural el pasado viernes 11 de septiembre de 2020. Podéis leer la edición digital pinchando AQUÍ.