Las ciegas hormigas, Ramiro Pinilla. Tusquets. 2010.
328 páginas. 19 euros.
Ramiro Pinilla no era de los escritores que se encerraban en un estudio
o en una habitación y echaban el pestillo; no era de los novelistas que
dedicaban las tardes enteras a la creación de su obra, ajenos a su mundo real,
a sus responsabilidades familiares. No. Cuando Ramiro Pinilla comenzó a escribir
su primera novela, Las ciegas hormigas, estaba casado y tenía dos hijos pequeños. El
tiempo para la redacción de su manuscrito se lo robaba a su puesto de trabajo,
en una fábrica de gas. Construía su universo de ficción de manera discontinua,
a ratos sueltos, a escondidas. Lo mismo que Ray Bradbury, que alquilaba por horas la
máquina de escribir de la biblioteca municipal más próxima a su casa en cuanto
se dormían sus hijas o se marchaban al colegio (tuvo cuatro niñas), Ramiro
Pinilla también exprimía el jugo de las horas y minutos con que se encontraba
de pronto, a modo de regalo. Escribía con pasión, con arrebato. Y se divertía
contraviniendo las normas y dando vida a sus personajes. La estructura del
libro responde a su concepción. Las ciegas hormigas es una novela polifónica, donde
se alternan los monólogos de once personajes. Las intervenciones son breves y
ofrecen una perspectiva diferente de un asunto relatado o abren nuevos temas
enlazados a los anteriores. Este mosaico de miradas y de voces recuerda a otra
gran olvidada de la narrativa de los años 50-60: Elena Quiroga (recuérdese el diseño de La
enferma);
detrás de ambos late el pulso de Faulkner. La ópera prima de Pinilla es una novela
inolvidable. Dura. Seca. Ambiciosa. Con un estilo sobrio y un lenguaje directo,
el autor relata una noche de pesadilla en Algorta, así como sus posteriores
consecuencias. En el centro del huracán, una familia humilde a la que unirá con
argamasa un trágico suceso. El detonante: el naufragio de un buque inglés
frente a la costa vasca. El desangrado de carbón origina una carrera nocturna
entre los vecinos, en medio de una fuerte ventisca, en busca de un preciado
botín que caliente sus sueños, que desentumezca su acartonada, gélida,
esperanza. Estamos en la España de posguerra. En una España no muy distinta de
esta de hoy, donde abundan los pobres energéticos, los deseos helados y el
futuro de hielo. Los personajes se convierten en paranarradores de la historia.
Cada uno se revela a sí mismo y ofrece una perspectiva sobre los demás. Todos
están cargados de vida, son creíbles y nos resultan cercanos: un padre luchador
y silencioso, una madre más fuerte de lo que se pensaba, una abuela con dudas,
cinco hijos (el apuesto militar humillado, el deficiente mental, el adolescente
voluntarioso, el joven cazador que se reinventa, la niña obcecada), un cuñada
frustrada y un cuñado bebedor. Como si se tratase de una pieza teatral, la obra
se concentra en tres jornadas y apenas tiene unas pocas localizaciones: el
caserío, el acantilado, la iglesia, el bar. La simultaneidad de tramas
atornilla al lector al texto, consciente del juego de intereses, malentendidos
y traiciones que arrastra a los personajes.
Ramiro Pinilla ganó el Premio Nadal
de 1960 con Las ciegas hormigas, pero aquel reconocimiento no lo consagró en el orbe
literario. Ajeno a los focos, a las prisas editoriales, a las imposiciones del
mercado y a cuanta injerencia pudiese manipular el contenido y los tiempos de
sus libros, escribió una obra rotunda, tan original como invisible. Hasta hoy.